El hombre que mandó callar a los senadores

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El Senado, adaptado para acomodar a las partes del juicio del ‘impeachment’. En vídeo, resumen de la primera sesión de debates del ‘impeachment’. FOTO: AP | VÍDEO: REUTERS
La vida reserva a algunas personas un instante de gloria, y el de Michael Stenger, 41º sargento de armas del Senado de Estados Unidos, un empleo singular pero ordinariamente carente de emoción, llegó al mediodía de este martes, cuando mandó callar a los 100 senadores y les amenazó con llevarlos al trullo si abrían la boca. “¡Escuchen, escuchen, escuchen! Se ordena a todas las personas que guarden silencio, so pena de prisión”.
El juicio por el impeachment de Donald Trump se abrió oficialmente con ese llamamiento dramático, redactado para el proceso contra Andrew Johnson en 1868. Es, por tanto, la tercera ocasión en que se utiliza. Y no: los senadores, convertidos desde ayer en algo así como miembros de un jurado, no se arriesgan a la cárcel por abrir la boca. No tienen por costumbre encarcelarse unos a otros. Ni siquiera fue a prisión en 1863 Willard Saulsbury, senador demócrata por Delaware, cuando amenazó con una pistola al sargento de armas, que le invitaba a salir de la sala por haberse referido al presidente Abraham Lincoln como “un hombre débil e imbécil”.
Lo cierto es que no hay calabozo en el Capitolio. Pero permanecer en silencio desde la una del mediodía hasta que termine cada sesión, bien avanzada la noche, se antoja una sádica condena para un grupo de venerables personas con una ampliamente demostrada querencia por escucharse a sí mismos.
El jueves pasado, el 116º Senado de Estados Unidos, distinguido por su polarización y parálisis partidista, aprobó algo por unanimidad. Fue una moción para autorizar al sargento de armas a “instalar el equipamiento y mobiliario adecuado en la cámara del Senado” para proceder con el juicio. Se recuperaron de los sótanos del Capitolio un par de mesas curvas, diseñadas expresamente para acomodar, entre la tribuna de mármol y los pupitres de los senadores, dispuestos en semicírculo, a los delegados de la Cámara de Representantes y los abogados de la Casa Blanca, que ejercen respectivamente de acusación y defensa. Los muebles en cuestión se diseñaron para el juicio por el impeachment de Bill Clinton y llevaban 21 años acumulando polvo.
Lo que no estaba previsto en anteriores ocasiones era la logística aparejada a la obligación de los senadores de depositar antes de entrar en la sala sus teléfonos móviles y tabletas, prohibidos durante las sesiones del juicio. Así, se encargó a los carpinteros del Senado la construcción de unas taquillas, a la entrada de la cámara, con un cubículo para cada legislador. Ahí quedarán, en los sótanos del Capitolio, para futuros impeachments. Como quedará el recuerdo de los distinguidos senadores dejando disciplinadamente sus pertenencias en taquillas, como los niños en la escuela dejan sus mochilas y sus tarteras antes de que empiece la clase.
La jornada tuvo, en efecto, algo de regresión a la infancia. Incluso antes de que, avanzada la sesión, se viera a los senadores, ya con síntomas de aburrimiento, cuchichear entre ellos, intercambiar notas y hasta meter la mano en la reserva de caramelos del republicano Ben Sasse.
Ayuda también el hecho de que los senadores ocupan pupitres de madera como los que seguramente utilizaban en su casi siempre remota edad escolar. Hablan los delegados de clase, Mitch McConnell y Chuck Schumer, líderes de la mayoría republicana y minoría demócrata, y después los legisladores-alumnos se reúnen en corrillos. Los más populares parecen ser los candidatos a las primarias del Partido Demócrata, que han tenido que interrumpir sus campañas para venir al Senado. Bernie Sanders, cuyo pupitre está delante, se resiste a sentarse y merodea por las últimas filas, palmeando espaldas de compañeros, de un corrillo a otro. Al cruzarse con Elizabeth Warren, con quien ha tenido recientes encontronazos en su disputa por el trono de la izquierda, la senadora finge estar concentradísima en su conversación y ni se saludan.
A las 13.20 suena la campana (el mazo del juez Roberts, en este caso). Todos ocupan sus pupitres. El juez pide a un senador de la última fila, que hizo novillos la semana pasada, que se levante y jure. McConnell, a quien ningún demócrata se le ha arrimado en los minutos previos, explica cómo será la jornada. Primero presentará él su moción y luego Schumer sus enmiendas. Después, dice, vendrá el recreo. Bajo la amenaza del sargento de armas, da comienzo la clase.


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