El Papa busca que el líder de los chiíes ayude a proteger a los cristianos de Irak


Uno es la cabeza de la Iglesia Católica, el otro, la fuente de emulación de millones de chiíes en Irak y en el resto del mundo. Ambos ostentan un liderazgo espiritual con una importante proyección política. De ahí que la visita del papa Francisco al gran ayatolá Ali Sistani este sábado busque, además de enviar un mensaje ecuménico, un gesto del líder chií que ayude a proteger a los cristianos iraquíes del acoso que sufren en su propio país. La demanda debiera encontrar solidaridad entre los chiíes, que también han sido objeto de persecución no hace tanto.

Dos tercios de los 40 millones de iraquíes siguen la rama chií del islam. Sin embargo, los chiíes son una minoría en el conjunto del mundo islámico donde se estima que constituyen entre el 10% y el 13% de los 1.800 millones de musulmanes. La preponderancia de los suníes (que a la muerte de Mahoma ganaron la disputa dinástica a los chiíes) ha hecho que éstos estuvieran marginados del poder en todos los lugares donde se extendieron, desde el golfo Pérsico hasta la India y desde Líbano a Omán.

Eso cambió con la revolución iraní de 1979, cuando el ayatolá Jomeini se hizo con el liderazgo de la revuelta contra el shah e instauró la República Islámica. Aunque el 90% de los iraníes son chiíes, la conquista política llenó de esperanza a sus correligionarios de todo el mundo; también aumentó el recelo de los suníes hacia ellos. Irak, país que comparte mil kilómetros de frontera con Irán, no fue la excepción y Sadam Husein los trató como sospechosos de colaboracionismo con el régimen iraní. A pesar de que la mayoría defendió su país durante la guerra que el dictador lanzó contra su vecino (1980-88), aquel no tuvo empacho en bombardearlos en 1991 cuando EE UU le obligó a retirarse de Kuwait.

La nueva intervención estadounidense que en 2003 derribó a Sadam permitió que los chiíes iraquíes se hicieran con el poder por su mero peso demográfico. A pesar de la protección teórica que la Constitución de 2005 otorgó a las minorías, los Gobiernos dominados por los chiíes fueron incapaces de frenar la violencia sectaria (o incluso la alentaron como sucedió durante los mandatos de Nuri al Maliki). La irrupción en 2014 del autodenominado Estado Islámico (ISIS), un grupo islamista violento que considera apóstatas a los chiíes y que explotó la marginación que sentían los suníes, fue la puntilla para cristianos, yazidíes y mandeos.

Hoy apenas queda una sexta parte del millón y medio de cristianos que había en Irak a principios de siglo. Las mismas milicias chiíes que apuntalaron al Ejército para frenar al ISIS están acusadas de intimidar y extorsionar a las minorías. Aunque hay grupos de activistas musulmanes que trabajan por el retorno de sus vecinos cristianos (y de otras confesiones) a las regiones de donde fueron expulsados, la mayoría sigue considerando inseguro volver. De hecho, apenas 50 familias cristianas han regresado a Mosul, la que fuera segunda ciudad del país y que se enorgullecía de su diversidad.

Ahí es donde el papa Francisco espera una muestra de solidaridad del gran ayatolá Sistani. Muchos cristianos están convencidos de que una declaración suya haría que los milicianos chiíes se lo pensaran dos veces antes de amenazar a su comunidad. No sería algo inusitado. Un predecesor de Sistani, el gran ayatolá Mohsen al Hakim, ya emitió una fetua para proteger a los cristianos que estaban siendo perseguidos en el norte de Irak a finales de los años sesenta del siglo pasado.

Otra cuestión diferente es dilucidar qué nivel real de autoridad tiene hoy en día Sistani sobre una población chií que nunca ha sido homogénea. Aunque sus medidas intervenciones en momentos de crisis le han convertido en el compás moral de Irak, el peso de los actores leales a Irán (milicias y grupos políticos apadrinados por la Guardia Revolucionaria) revela que ya no goza de la misma influencia que solía. Como se hizo evidente durante las protestas populares que estallaron a finales de 2019, no todos los grupos respetaron su llamamiento a proteger y escuchar a los manifestantes; muchos entre el más del millar de muertos fueron víctimas de encapuchados asociados con las milicias.

Aun así, Sistani es lo más parecido a un papa que tienen los chiíes, a quienes a veces se asimila a los católicos por sus ritos. Pero si es verdad que la flagelación ritual con la que conmemoran el martirio de Husein (el nieto de Mahoma) recuerda a los Picaos de San Vicente de la Sonsierra o que sus procesiones de Ashura se parecen a las de la Semana Santa española, también lo es que la Iglesia Católica está mucho más institucionalizada que el establecimiento religioso chií.

No hay un Colegio Cardenalicio que elija a los ayatolás. Se trata de un reconocimiento de sus pares y de los seguidores que los consideran “fuentes de emulación” para conducirse en la vida. Sistani es un primus inter pares entre los cuatro grandes ayatolás del Seminario (Hawza) de Nayaf. Hay otros en Irán, donde el Seminario de Qom (que adquirió relevancia mientras la dictadura de Sadam silenciaba a Nayaf) compite por la dirección del mundo chií.

Y no es sólo una disputa teológica, sino muy política desde que el ayatolá Jomeiní introdujo la doctrina del velayat-e-faqih, o gobierno del jurisconsulto, que fundamenta el régimen iraní y que cuestionan en Nayaf. De ahí que la visita de Francisco ofrezca a Sistani, no sólo una oportunidad de unirse al diálogo interreligioso global, sino un reconocimiento de su liderazgo entre los chiíes, incluso más allá de las fronteras de Irak.


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