Entendiendo el universo desde el sofá una tarde de invierno

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Domingo después de comer. Hace frío fuera, mejor quedarse calentito en el sofá, debajo de la manta. No lo veo directamente, pero los rayos del sol vespertino entran por la ventana y pienso: “la cantidad de polvo que hay en el aire”. Se suceden destellos por todas partes, puedo ver flotando en el aire las motas de polvo que normalmente pasan desapercibidas y que nos rodean en cualquier sitio, sobre todo en uno cerrado. Veo incluso las turbulencias en el polvo si mi hija pasa corriendo por la habitación, o cómo suben las motas por la corriente convectiva que crea el radiador.

Hay un montón de física en esa imagen que creo que todos hemos visto alguna vez, desde dinámica de fluidos hasta física estadística para describir la distribución de velocidades de las motas de polvo. Pero hoy quiero centrarme en dos aspectos que son exactamente iguales a lo que utilizamos los astrofísicos para estudiar cómo se forman los planetas (y las estrellas que los albergan) y que tienen que ver, cómo no podía ser de otra manera, con la luz.

Primer concepto físico: los rayos de luz de ese sol que no veo inciden en las motas de polvo y estas los reflejan. Eran rayos que nunca habrían llegado a mis ojos, pero el polvo los redirige hacia mi. Eso se llama dispersión de la luz, “scattering” en inglés. Cada mota de polvo se comporta como un pequeño espejo, aunque bastante imperfecto porque no refleja toda la luz, parte la absorbe. Y eso nos lleva al segundo concepto físico: esos rayos de sol, esa energía, es también en parte absorbida por las motas de polvo y las calienta. Como todo cuerpo a cierta temperatura, el polvo emite luz. Pero esa luz es bastante diferente a la que ha llegado del Sol, el polvo es un “transformador de radiación”, aunque los fotones que emite el polvo dependen de cómo eran los que lo calentaron. Los fotones que crea el polvo no son perceptibles por nuestros ojos, son fotones infrarrojos que todo lo que se encuentra a nuestro alrededor está emitiendo en mayor o menor medida. Así que menos mal que no “vemos” los fotones infrarrojos, porque nos cegarían, demasiada radiación como para distinguir algo concreto.

Formación de planetas

Hasta aquí la física de andar por casa, nunca mejor dicho. Ahora, ¿qué tiene que ver todo esto con la formación de planetas y con la astrofísica? Pues exactamente con los mismos procesos físicos es como estudiamos los sistemas planetarios en formación, los llamados discos protoplanetarios (conocidos como proplyds, por su abreviatura en inglés), y también la formación de la propia estrella o estrellas que reinan en esos sistemas. Primero las estrellas y acto seguido los planetas (o simultáneamente) se forman en nubes de gas que también contienen polvo interestelar. Este consiste principalmente en lo que se conoce como silicatos y moléculas con carbono como los llamados hidrocarburos policíclicos aromáticos (PAHs por sus siglas en inglés) o el grafito. Parecen compuestos muy raros, pero solo por el nombre, porque los silicatos dan cuenta de más del 90% de la corteza terrestre; los PAHs nos rodean cuando algo se quema, por ejemplo, madera en una barbacoa o la propia carne en una cocina, o se encuentran también en el humo de los tubos de escape de los coches; y el grafito, ese sí lo tenemos más controlado, sabemos que se usa para lápices pero también para rodamientos, lubricantes industriales o en reactores nucleares.

Volviendo a los discos protoplanetarios, las motas de polvo interestelar dan lugar a los planetas, aunque la cosa no es sencilla, por el camino suelen perderse los PAHs y muchas de las moléculas carbónicas, la nube se transforma en un disco,… ¡Y se tiene que juntar mucho polvo para formar un planeta, como las pelusas en las esquinas de casa! El polvo en los discos tiene en un principio tamaños parecidos, unas pocas micras (tan grandes como una bacteria o un glóbulo rojo), y dispersan la luz igual que las motas de polvo de nuestra casa (la composición es normalmente muy diferente, en nuestra casa dominan los trocitos de piel, pelo, ropa,…). Se calientan también, aunque su temperatura típica está muy por debajo de la de nuestras casas, de unos -200 a -250 grados centígrados.

A veces los discos protoplanetarios son tan densos que no dejan ver la luz de la propia estrella nonata o ya formada que está en el centro del disco y cuya gravedad y radiación dominan el comportamiento del disco. Pero el estudio de la luz dispersada por el polvo nos permite saber cómo es esa estrella o proyecto de estrella. Es como en nuestro sofá, no veíamos el Sol pero parte de su luz nos llegaba reflejada por las motas de polvo.

Spitzer

Toda esta física que estoy contando es lo que hemos utilizado ya durante un par de décadas para estudiar cómo se forman los planetas. Empezamos con observaciones desde tierra, muy limitadas porque la radiación infrarroja proveniente de objetos astronómicos es inmensamente más débil que la luz infrarroja emitida por todo lo que nos rodea en nuestro planeta, y porque nuestra atmósfera es opaca para parte del espectro infrarrojo. Así que tuvimos que mandar observatorios al espacio, como Spitzer, un pequeño telescopio de solo 80 centímetros de diámetro que, sin embargo, estando a una temperatura de menos de 240 grados centígrados bajo cero, era extremadamente sensible a la emisión térmica del polvo interestelar. Con el telescopio espacial Hubble descubrimos los llamados proplyds en la famosa nebulosa de Orión, donde miles de estrellas se están formando en estos momentos, con sus discos protoplanetarios alrededor. Con Spitzer, por medio de la emisión infrarroja del polvo, logramos estudiar su composición, detectando los mencionados silicatos, y también hielos de agua, de dióxido de carbono o de metanol, que paradójicamente se usaba para evitar la congelación del agua en nuestros coches.

Spitzer era un telescopio pequeño, incluso más pequeño que lo que muchos astrónomos aficionados usan cada noche. Hoy el telescopio espacial James Webb, que normalmente se identifica con el heredero de Hubble (que no su sustituto) y no tanto de Spitzer aún siéndolo, nos va a permitir estudiar la luz infrarroja proveniente de sistemas planetarios en formación de una manera mucho más detallada. Eso será gracias a su tamaño 8 veces mayor que Spitzer y a su temperatura, que si bien es algo mayor que la de Spitzer, aún hará posible observar una miríada de sistemas planetarios en distintos estadios de su evolución que nos permitirán reconstruir una historia de nuestro propio Sistema Solar. Todo ello con física que podemos aprender desde nuestro sofá mientras imaginamos viajes de conocimiento por el universo, manteniéndonos calentitos, eso sí.

Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.

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