Espejismos en las Villuercas y primera victoria de Bardet en la Vuelta

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Romain Bardet (DSM) celebra su victoria en la 14ª etapa de La Vuelta a España disputada este sábado entre las localidades de Don Benito (Badajoz) y Pico Villuercas (Cáceres).
Romain Bardet (DSM) celebra su victoria en la 14ª etapa de La Vuelta a España disputada este sábado entre las localidades de Don Benito (Badajoz) y Pico Villuercas (Cáceres).Manu Bruque / EFE

“Qué profunda emoción recordar el ayer…”, empieza a entonar el cantante contratado para animar la terraza del hotel del Mérida en el que duerme, seguro que ya duerme, es medianoche, Guillaume Martin, el normando. “Se la dedico al equipo francés que está aquí alojado”, anuncia el cantante, que continúa, “ante mi soledad en el atardecer tu lejano recuerdo me viene a buscar”, como si el solista ya supiera que Charles Aznavour lo escribió no para hablar de Venecia, sino del final de la etapa en la cima del Pico Villuercas, el sol aún alto pero ya declinante sobre la Extremadura tan verde, y su ciclista francés allí, así.

Guiado por su compañero Remy Rochas, un ciclista feroz, que acomete más que pedalea, y es un prodigio de fuerza, y también le llegó en sueños el eco de Aznavour en español, ataca Guillaume Martin, que tiene a menos de un minuto el maillot rojo. Ataca y ni dos kilómetros después levanta el pie. Lucha Martin por el rojo, pero Odd Eiking apenas cede un par de metros, y el normando sabio se descorazona y se cansa. Y no llega solo ni muy delante.

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Acierta a medias Aznavour. No gana Martin, ni se viste de rojo, pero sí gana un francés, solo, al atardecer, el sol haciendo brillar, abajo, el monasterio de Guadalupe, y su soledad, sí, la cura el lejano recuerdo de su anterior victoria en una gran vuelta –ya cuatro años han pasado del Tour del 17 y el muro de Peyragudes en el que pudo con Urán, Aru de amarillo y Landa–, pero no duerme en su hotel: difícilmente lo ha podido inspirar.

Es Romain Bardet, hombre que quiere ser libre, sin presión ni necesidades ni control.

Lejano en la general, el ciclista que hace nada luchaba para ganar el Tour es uno de una fuga de 18 que le lleva y protege los kilómetros interminables del viento y las carreteras quebradas, y le estresa locamente. Pero lleva un entrenador en el coche, al lado, que como un psicólogo, explica Bardet, de 30 años, le ayuda a canalizar sus ansiedades cuando en la fuga cada uno pedalea a lo suyo, sin criterio ni sentido colectivo, y le aconseja que se encierre en sí mismo, que no mire a nadie, que cuando llegue el momento, se vaya.

Para alcanzar la soledad más deseada, la que buscaba también dejando un equipo francés que solo le hablaba de un Tour que le agobiaba y marchándose a uno neerlandés en el que el individualismo calvinista bien acompañado es la ley, Bardet, del averno volcánico, abandona por escalones de una fuga ya descompuesta.

Son tres ataques. El primero, a 12 kilómetros, anuncia que está fuerte. El segundo, a falta de siete kilómetros, para alcanzar a tres fugitivos; el tercero, a seis, para quedarse solo en compañía del viento y el deseo. Para alcanzar una victoria que justifica una etapa en la que los que quieren ganar la Vuelta se sometieron voluntarios al bloqueo dictado por el Jumbo de Primoz Roglic, que no tiene el día de ansia exhibicionista, sino de deseo de discreción y silencio trapense, estalinista. Deja que la fuga se mueva por los terrenos de los 10 minutos, constante, desesperanza a quienes querrían creer, y tampoco son muchos, pues el calor sigue machacando, y las fuerzas no animan a las voluntades, y ni se conturba apenas cuando ataca Superman López, el único de entre los grandes sordo para el gemido general. El colombiano, a menos de minuto y medio del esloveno en la general, vuela con el estilo de sus grandes días, de jinete desmelenado que le echa una carrera al viento y le gana. Esa impresión da. Asciende los últimos kilómetros así, tan veloz que parece que le saca un siglo al pelotón que manejan sin cambios bruscos de ritmo Kruijswijk y Kuss, los mejores amigos de Roglic. Espejismos en Villuercas. Ni Superman vuela ni los Jumbos se pasean. Todo el esfuerzo de tres kilómetros le vale al colombiano cuatro segundos. Roglic no ha perdido el compás. No se ha dejado aislar. A su rueda, Enric Mas no ha podido hacer la tenaza preparada por su compañero Movistar.

Antes de ascender pasan por Guadalupe todos, rozando la sacristía hermosa de los lienzos de Zurbarán, quien pintaba telas y sus texturas en blancos de mil matices y negros de otros tantos, sus pliegues, sus caídas, y las caras, las manos, los pies, que hacen que las telas no sean montones en el suelo, sino hábitos de monjes o de condesas. Las caras son intercambiables, las ropas no, para el pintor de Fuente de Cantos, en la Extremadura en la que, escribe Cees Nooteboom en su Desvío a Santiago que predice los caminos de la Vuelta, la Extremadura árida y dura, de tierras rojas fértiles, los pueblos son “manchas de blanco que hacen daño a la vista”. En la Extremadura de Guadalupe crecen los árboles y creció viaducto hermoso y esbelto sobre un valle de las Villuercas, una vía, como tantas en Sicilia, que no lleva a ninguna parte, que sigue esperando el primer tren que por allí pase, y pasa por debajo la fuga, ciclistas que no son hábitos, sino caras afiladas por el esfuerzo, labios agrietados por la sed, miradas perdidas hacia su interior. Y está Jay Vine, un australiano que, torpe al coger un bidón del coche, se ha caído y se ha destrozado la ropa, y se levanta y pelea y acaba tercero tras Herrada, y cuando pedalea sobre su lomo negro oscila y golpea agitado, sin paz, el envés de su dorsal despegado, un cuadradito blanco de no más de 60 centímetros cuadrados, y ese pequeño recuadro, blanco bailando sobre negro, y sus miles de matices a la luz del atardecer entre las ramas, son, en sí, el ciclista y su coraje. El rostro es accesorio. Y quizás sí quizás tenía razón Zurbarán, que pintó metros y metros de negro y blanco, y algún rostro. La persona es su hábito.

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