"¿Está usted de acuerdo con eso?"

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La escena se produce en un tribunal de apelaciones estadounidense. Una abogada del Departamento de Justicia hace contorsiones retóricas para justificar las condiciones impuestas a los niños extranjeros recluidos en centros de detención. Las preguntas de los jueces se mueven entre la incredulidad y el irritamiento: “Todo el mundo entiende que, ya sabe, si no tienes un cepillo de dientes, si no tienes un jabón, si no tienes una manta, no es [un espacio] seguro e higiénico. ¿No estaría todo el mundo de acuerdo con eso? ¿Está usted de acuerdo con eso?”.

Este intercambio sería solo una anécdota lamentable si no representase un problema mucho mayor. Porque la situación de las familias migrantes en la frontera Sur de los Estados Unidos es un epítome de la deriva que ha tomado este debate en el mundo entero. Primero se convence a la sociedad de que la inmigración es una amenaza existencial y después se publicita un único objetivo: la impermeabilización de la frontera. Cuando el Estado se enfrenta de manera cotidiana a la imposibilidad de cumplir ese objetivo, la frustración no deriva en una reconsideración de las políticas, sino en forzar las costuras del sistema y traspasar líneas rojas cada vez con más frecuencia.
Un día es una devolución en caliente, amparada en la fantasía de que España no empieza en su frontera sino varios metros tierra adentro. Otro día es el acuerdo de repatriación segura entre la UE y un Estado fallido como Libia, firmado con el jefe mafioso que haya conseguido tomar Trípoli esa semana. Al siguiente, se trata de devolver a un menor no acompañado, de separar a las madres de sus hijos, de convertir los centros de detención temporal en espacios de castigo, de permitir que se ahoguen para que aprendan, de condicionar la ayuda al desarrollo a la colaboración de países paupérrimos en el control de fronteras…
Cada día un pequeño paso, siempre en la dirección contraria a los Estados de derecho.
Hasta que, de repente, ocurre una tragedia como la de esta semana, miramos atrás y nos damos cuenta de lo lejos que hemos llegado. Se produce un pequeño revuelo mediático, los políticos murmuran despejes de conciencia y se reenvía una y mil veces la foto de una niña ahogada y abrazada a su padre. Pero pronto se asienta la polvareda para seguir haciendo lo que hacíamos hasta ahora.
Lo más importante de este vídeo no es la abogada –cuya actuación plantea todo tipo de preguntas sobre la obediencia debida–, sino los jueces. Lo que está ocurriendo todavía en EEUU, en España y en cualquier otra parte es una vulneración de la ley. Y estos viejecitos togados y llenos de sentido común son la última barrera entre la decencia y la indecencia de un Estado. Pero pronto ni siquiera les tendremos a ellos, porque el siguiente paso no es ignorar las leyes, sino cambiarlas (¿por qué no establecer, por ejemplo, períodos mínimos de internamiento antes de la repatriación?). Si algo hemos aprendido en estos años, es que todo lo que era sólido ya no lo es. Basta con echar un vistazo al acuerdo de gobierno que Vox acaba de proponer (y logrará imponer, no les quepa duda) en la Comunidad de Madrid, un escándalo mucho más próximo a nosotros que el del Río Bravo.
Acabo de terminar Calle Este-Oeste, una historia fascinante de Philip Sands sobre la construcción jurídica de los delitos de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio” en los años 30 y 40. Te asusta comprobar con qué rapidez y facilidad los Estados de derecho pueden descomponerse. Y en estos tiempos el hedor comienza a ser insoportable.


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