Estropajo y flores


En la primera escena de Volver aparece Penélope Cruz con los guantes de limpiar y dándole con el nanas a la tumba de sus padres. La Sole, su hermana, le grita de fondo que le ponga ganas a las letras “pa que brillen” y su hija se sorprende, mirando a un lado y a otro, con la cantidad de viudas que hay en el pueblo en el que se ambienta la película. Sabemos que es La Mancha por el viento y sabemos que es 1 de noviembre porque el cementerio parece la plaza mayor.

Las vecinas se pasean con el cubo de plástico y la bayeta en una mano y la botella de lejía en la otra y se saludan las unas a las otras, comentan la última esquela colocada en el portón y le dicen a la de al lado que hay que ver qué hermoso tiene el sitio. El camposanto pierde por un día la solemnidad y la pena y abre sus verjas a la costumbre.

La primera vez que vi la película era adolescente y me reí con la secuencia con esa condescendencia con la que quienes nos marchamos del pueblo, aunque sea de alma, miramos a los que se quedan. La misma por la que, esta semana, una juez ha sido noticia por darle la custodia al padre de una criatura en lugar de a la madre porque, entre otras cosas, ella vive en “la Galicia profunda” mientras que él reside en Marbella, una ciudad bien donde existen, en palabras de la magistrada, “múltiples posibilidades para el adecuado desarrollo de la personalidad para que (la niña) crezca en un ambiente feliz”. No como en Galicia, donde solo habría vacas, lluvia y gente con inclinación a la melancolía.

Pensaba, al ver Volver en mis últimos años de instituto, que lo de ir al cementerio todos el mismo día no era más que un vivir sujeto al “qué dirán” incluso desde el más allá. Y es que es bien sabido que ese día los parroquianos aún vivos se pasean entre las tumbas escrutando qué muerto tiene visita y quién no, sobre qué sepultura se acumulan polvo y excrementos de pájaro y cuál tiene un tiesto con geranios de plástico recién puesto.

Oía que había quien se adelantaba un par de días e iba antes del uno para arreglar el nicho y no pillar mucha gente ni tener que saludar y me reafirmaba en que menudo país de atraso y de apariencias, de catetos, supersticiones y viejas del visillo. Que vaya pereza y vaya yugo la España profunda, eso creía, como la magistrada marbellí, incapaz de comprender aún que su contraria es la España insustancial y superflua. Y que, como escribió Lorca, son los vivos, pero también los muertos, los que componen un pueblo. Lo dijo en la inauguración de la biblioteca del suyo, Fuente Vaqueros, en un bellísimo discurso en el que se despidió saludando “a los vivos para desearles felicidad y a los muertos para recordarlos cariñosamente porque representan la tradición del pueblo y porque gracias a ellos estamos todos aquí”.

A kilómetros de su Granada natal, de esa España de la que Federico retrataba, entre otras cosas, lo profundo, Chesterton sentenció que la tradición es la democracia de los muertos. Y no hay día que quede más patente que el 1 de noviembre y probablemente tampoco celebración más bella que la de reconocer, estropajo y flores mediante, que no somos solo presente sino también memoria.

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