‘Gagarine’, fábula espacial en los suburbios de París

Las torres de Cité Gagarine, que empezaron a construirse en el año 1961 en Ivry-Sur-Seyne, suburbio a cinco kilómetros de París, y que llegaron a ser inauguradas dos años después por el astronauta soviético que les dio nombre —Yuri Gagarin, el primer hombre en viajar al espacio—, nacieron como un emblema del Partido Comunista francés. Cuando fueron derruidas en 2019, sin embargo, el sistema comunista hacía casi tres décadas que se había desplomado, y la mayoría de sus vecinos, encarnación del aislamiento y el abandono provocado por los sucesivos gobiernos del país y de la ciudad, habían tirado la toalla. Su lugar en el mundo ya no era un lugar habitable.

Evacuación en un plazo de seis meses y demolición total una vez despejado el lugar de cualquier hálito de vida humana. Ese fue el burocrático mensaje de la autoridad, y también el punto de inicio del rodaje de la película francesa Gagarine, muy original ficción, aunque con matices documentales, alrededor de la desaparición de las torres y el desalojo de sus vecinos, que además se sale de lo convencional con un último trecho del relato (el mejor) que la acerca a la fantasía y a la ciencia ficción.

En su obra de debut, estrenada en España con evidente retraso tras su paso por el festival de Cannes y ser nominada al César a la mejor ópera prima, Liatard y Trouilh han desterrado cualquier cuestión política, al menos de forma directa, para centrarse en la figura de un adolescente de 16 años, fanático del espacio, que se convierte en la arquetípica figura del renegado del poder y de la legalidad. Ese personaje clásico, normalmente un anciano que se niega a dejar la tierra en la que ha intentado labrar su felicidad y su legado, que lucha contra los imponderables hasta el último instante, con el aliciente esta vez de que el chaval no lo hace en favor de un tiempo vivido sino en pos de otro por llegar.

Pese a su innegable valor de testimonio documental de la muerte de una utopía a ras de tierra, y hasta del desarrollo de la conciencia de clase, Gagarine desconcierta en su primera mitad con un guion demasiado esquelético y unos convencionales interludios musicales, plasmados casi cada 20 minutos, que suelen ejercer de síntoma de poca confianza en sus propios sistemas de narración. Sin embargo, con el abandono de las torres por parte de las familias, y el inicio de la parte mágica, científica y humanista de la historia, esta se endereza hasta lo emocionante entre los escombros del comunismo.

Cuando parece que no hay una ligazón clara entre el personaje histórico de Gagarin y lo que pasa por la cabeza del adolescente, con la película languideciendo en su núcleo central sin que se sepa muy bien qué es lo que pretenden sus autores, Liatard y Trouilh dan la sorpresa con una insólita decisión tonal y de género. Y la convierten en una preciosa fábula de ciencia ficción, por medio de la reconstrucción del hogar como estación espacial propia, y esos pasadizos entre los austeros apartamentos, tan parecidos a los pasillos de tantos títulos míticos del género espacial, como símbolo del tortuoso camino de una clase obrera abandonada a su suerte. Y no precisamente en el firmamento, sino a pie de calle.

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Gagarine

Dirección: Fanny Liatard, Jérémy Trouilh.

Intérpretes: Alseni Bathily, Lyna Khoudri, Jamil McCraven, Farida Rahouadj.

Género: drama. Francia, 2020.

Duración: 95 minutos.

Estreno: 13 de abril.

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