González Laya, sacrificada para reconciliarse con Rabat

Arancha González Laya, en el palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Arancha González Laya, en el palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores.Samuel Sanchez

El día que el jefe de la diplomacia marroquí, Naser Burita, declaró que “no hay ningún contacto con España”, la suerte de su homóloga española, Arancha González Laya, quedó sentenciada. No solo por el hecho insólito de que un ministro de Exteriores desmienta públicamente a otro —su homóloga española había asegurado que existían contactos discretos entre los dos países—, sino porque evidenciaba que esta última había dejado de ser un interlocutor válido para Rabat. La crisis provocada por la acogida en España del líder del Frente Polisario, Brahim Gali, tuvo varios efectos colaterales, pero el más grave fue la quiebra de confianza entre los gobiernos de ambos lados del Estrecho.

Sin confianza, todas las demás cuestiones que marcan la compleja relación bilateral con Rabat, de la inmigración irregular a la cooperación antiyihadista, resultan mucho más difíciles de abordar. La decisión de acoger a Gali por razones humanitarias fue arriesgada, pero el error consistió en no avisar a Marruecos. Lo reconoció implícitamente la propia Laya cuando sí informó al país vecino de la marcha del líder saharaui, una vez repuesto de su grave afección por la covid. “Una ministra de Exteriores que no puede hablar con Marruecos puede ser muy buena, pero no es útil”, reflexiona un veterano diplomático.

El currículo de esta vasca —nacida en San Sebastián y criada en Tolosa— de 52 años era inmejorable. No había nadie más preparado para dirigir una política exterior que pretendía volver a jugar en los grandes foros multilaterales. Políglota (habla seis idiomas), desarrolló la mayor parte de su carrera en organismos internacionales: trabajó en la Comisión Europea, fue jefa de Gabinete del director de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y directora ejecutiva del Centro de Comercio Internacional de la ONU. Sánchez la fichó para sustituir a Josep Borrell, nombrado Alto Representante de la UE, y al frente del palacio de Santa Cruz impulsó la nueva Estrategia de Acción Exterior, que lleva el sello de feminista.

Su mayor logro fue el acuerdo de Nochevieja, por el que España y Reino Unido fijaron el nuevo marco de relaciones entre Gibraltar y la UE una vez consumado el Brexit. El acuerdo prevé que el Peñón se incorpore al espacio europeo sin fronteras —aunque no al tratado Schengen—, lo que significa que los españoles podrán cruzar libremente la Verja, y a la inversa, mientras que los ingleses deberán pasar un control de pasaportes para entrar en su colonia. Las consecuencias de esta nueva realidad solo se podrán valorar a medio plazo. Antes, la Comisión Europea y el Reino Unido deberán plasmarlo en un tratado.

Lo que se le atragantó a González Laya fue la gestión diaria del ministerio. El retraso en el nombramiento de los nuevos embajadores dejó vacantes durante meses algunas legaciones diplomáticas, como la de Londres, justo en el momento en que más falta hacía. Solo el interés por supervisar personalmente todas las decisiones de su departamento explica que se generase un cuello de botella que acabó afectando a su operatividad.

Nada de eso, sin embargo, habría precipitado su caída si no se hubiera producido la crisis con Marruecos. Sánchez ha decidido sacrificarla para recuperar la interlocución con el país vecino. Ahora hace falta que Rabat interprete correctamente la decisión: ni un castigo ni una rendición. Puro pragmatismo.


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