Hay un método en sus milagros

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Tras el éxito de la ciencia para descubrir y desarrollar media docena de vacunas contra la covid batiendo todas las marcas de velocidad, una consecuencia previsible es que subirá mucho la presión sobre los financiadores para desviar recursos a la ciencia aplicada, en detrimento de la básica. Cuando el público oye de vez en cuando que los físicos quieren construir un nuevo acelerador de partículas todavía más poderoso que el LHC de Ginebra, o que los biólogos quieren fundar un nuevo proyecto -oma (genoma, proteoma, exoma, epigenoma, metaboloma, conectoma y así), la gente se echa las manos a la cabeza. El estado de opinión, sin embargo, es óptimo ahora mismo para apoyar la ciencia aplicada, porque todo el mundo entiende que si llega una pandemia necesitas vacunas cuanto antes.

El jurado de los premios Princesa de Asturias de investigación científica y técnica ha hecho una apuesta por las vacunas contra el coronavirus que puede parecer obvia —llevamos un año sin hablar de otra cosa—, pero no lo es en absoluto. El diablo mora en los detalles. Los siete científicos galardonados no son solo artífices del milagro, sino también su explicación, porque el milagro solo ha sido posible gracias a que la ciencia básica llevaba décadas formulando, casi imaginando, en qué podrían consistir las vacunas del futuro, y resolviendo los gravísimos escollos que bloqueaban de facto la aplicación clínica de estos conceptos rompedores hace tan solo diez años. Esta es la idea clave de la concesión del premio a Katalin Karikó, Drew Weissman, Philip Felgner, Ugur Sahin, Özlem Türeci, Derrick Rossi y Sarah Gilbert. No representan toda la ciencia implicada, pero sí el método en su milagro.

Una leyenda del mundillo sostiene que el primer ministro británico de la época preguntó a Michael Faraday, artífice con Maxwell de la unificación de la electricidad con el magnetismo como una sola fuerza fundamental: “Señor Faraday, ¿y para qué sirve todo esto?”. Faraday le contestó: “No lo sé señor, pero algún día recaudará usted impuestos por ello”. La anécdota es probablemente apócrifa, pero merece ser cierta por lo bien que condensa una observación histórica pertinaz que aún no ha sido asimilada por la generalidad del público. Son los avances en nuestro entendimiento de la naturaleza los que siempre llegan primero y abren un nuevo continente de aplicaciones que nadie había imaginado. Con menos pompa, podemos expresarlo con una perogrullada: que sin ciencia básica no hay nada que aplicar. Para los Gobiernos es irresistible dedicar los recursos a la ciencia aplicada, que puede ofrecer cierta garantía de que los resultados se verán antes de que acabe la legislatura, que es lo que un político entiende por largo plazo. Pero ese automatismo psíquico debe eludirse como el canto de las sirenas, porque es dañino para la ciencia. Para la básica y para la aplicada.

Todos los investigadores básicos conocen a la perfección ese efecto legislatura que vuelve miopes a los organismos financiadores. Aunque estén trabajando en la evolución del metabolismo central en las bacterias metanógenas, declararán solemnemente que van a curar el cáncer a la hora de rellenar los formularios para pedir pasta. Es su forma moderna de la frase que nunca dijo Faraday.


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