Honor y flores para Capablanca

Hace un par de semanas, bajo un calor de espanto, la tumba del genial ajedrecista cubano José Raúl Capablanca amaneció llena de flores en el cementerio Colón de La Habana. Es la suya una sepultura singular, en la que en vez de un ángel o una cruz un majestuoso rey de mármol blanco custodia los restos del que fuera campeón del mundo de ajedrez (1921-1927), único monarca de habla hispana en la historia de la disciplina. Hace cien años, el 20 de abril de 1921, Capablanca venció al entonces campeón Emmanuel Lasker, un brillante jugador alemán que durante años retrasó el enfrentamiento con el retador cubano sabiendo lo que se le venía encima. Lasker, que lo había visto jugar y ganar torneos importantes, aceptó finalmente batirse con Capablanca en La Habana en un encuentro a 24 partidas, resultaría vencedor quien alcanzara 12,5 puntos u ocho victorias.

Aquel 20 de abril, Capablanca y Lasker celebraron la partida número 14 en el casino de la playa de La Habana. Ganó el cubano, y el alemán ya no volvió a presentarse ante el tablero. El marcador iba 9 a 5 a favor de Capa (4 victorias y 10 tablas).

Lasker dijo sentirse indispuesto y criticó el “horroroso” clima de La Habana para celebrar un tope de este tipo, una excusa peregrina pues el alemán había estado antes en Cuba en dos ocasiones (1896 y 1906), y además la primera fecha pactada por ambos para el duelo fue enero, un mes de mucho menos calor, y fue el propio campeón quien pidió aplazarlo hasta primavera. La verdad es que Lasker no quería acabar tan humillado y decidió renunciar al título por carta, el 27 de abril de 1921, una fórmula que no gustó a Capa (hubo que convencerle para que aceptase la corona).

José Raúl Capablanca, a mediados de los años treinta.
José Raúl Capablanca, a mediados de los años treinta.

Bajo el mismo bochorno de La Habana que molestó al destronado, nació Capablanca en 1888, hijo de un oficial del ejército español destinado en la isla. Con él aprendió a mover las fichas a los tres o cuatro años rodeado de soldados en la fortaleza de la Cabaña, y enseguida el chico empezó a ganarle. “Era un buen militar, pero un mal ajedrecista”, diría de su progenitor Capablanca, que a los 13 años ya era campeón absoluto en su país. En sus 54 años de vida sumó más de 600 partidas oficiales, con 315 triunfos y apenas 38 derrotas. Ganó 22 de los 37 torneos importantes en que participó, y entre febrero de 1916 y marzo de 1924 acumuló 63 partidas de primer nivel sin perder, incluyendo las del campeonato con Lasker.

Jaques Mieses, otro gran jugador alemán, comparó así las características de ambos: “El estilo de Lasker es como una copa de agua clara con una gota de veneno. El de Capablanca es una copa de agua aún más clara, sin la gota de veneno”.

Se ha dicho muchas veces que Capablanca era un genio natural, un ajedrecista “puro” de estilo en apariencia sencillo. Prefería ganar técnicamente, jugando posicionalmente, aunque su visión táctica era excelente y en los finales era letal. “Mi sistema personal de juego es fundamentalmente sencillo. Juego con prudencia y no busco riesgos innecesarios. Pienso que la audacia está en contradicción directa con el principio del ajedrez, que no es juego de suerte, sino de capacidad”, afirmaba Capablanca.

“La iniciativa”, decía, “es una ventaja que debe aprovecharse a la primera oportunidad”, y aconsejaba a quien le quisiera escuchar: “Con el fin de mejorar tu juego, debes de estudiar los finales antes que todo, ya que mientras los finales pueden ser estudiados y dominados por sí mismos, el medio juego y la apertura deben de ser estudiados en relación con los finales”.

Capablanca (izquierda) y Lasker, en Moscú en 1925.
Capablanca (izquierda) y Lasker, en Moscú en 1925.

De adolescente fue a estudiar a Nueva York, donde pasó gran parte de su tiempo echando partidas en el Manhattan Chess Club, y con 20 años se convirtió en un ídolo en Estados Unidos al derrotar a su campeón nacional Frank Marshall. Su carrera fue fulgurante, aunque su verdadero salto a la fama se produjo durante el torneo de San Sebastián de 1911, al que en principio no estaba invitado. Allí asistieron los mejores ajedrecistas de la época, incluidos Rubinstein, Vidmar, Marshall, Tarrasch, Nimzowitsch, Bernstein, Spielmann, Maróczy, e incluso los dos últimos retadores de Lasker —Schlechter y Janowski—. Capablanca ganó el torneo de forma inesperada y brillante (9,5 de 14 puntos), y tras ese éxito desafió ese mismo año a Lasker a un match por el campeonato del mundo.

El alemán puso condiciones que al cubano le parecieron leoninas —si la victoria del retador se producía por un punto de diferencia, el match se consideraría nulo; el retador no tendría derechos sobre la publicación de las partidas; y debería depositar una garantía de dos mil dólares (1.660 euros), entre otros requisitos—. La negociación se frustró, pero quedó demostrado desde entonces que el más fuerte competidor para Lasker sería en adelante Capablanca.

Cuenta el gran Leontxo García en su bitácora de este diario que Capablanca fue un “adelantado a su tiempo” y “cinceló una aureola de casi invencible porque su profunda comprensión de la estrategia era muy superior a lo que se sabía hasta entonces”. “Sus mejores partidas”, afirma, “son un paradigma de la sencillez de los genios: logra que el aficionado crea, durante un rato, que lo muy difícil es, en realidad, fácil”.

Y he ahí una de sus grandes dificultades: lo sobrado que era y lo mucho que le gustaba vivir y disfrutar. Desde que ganó contra pronóstico el fortísimo torneo de San Sebastián, “dedicó mucho menos tiempo a su entrenamiento que sus rivales más duros de entonces, y muchísimo menos que las estrellas actuales del deporte mental”, señala Leontxo, que lo define como un verdadero gentleman, un bon vivant que siempre iba bien vestido, “muy elegante y cortés, atractivo, de educación exquisita, maneras refinadas y amplia cultura”, nada que ver con el típico jugador de ajedrez de antes y ahora. “Una gran parte de los ajedrecistas de competición viven absortos en su mundo, pensando en la partida que acaban de jugar, en la que disputarán mañana o en una muy interesante que recién vieron; cuidar mucho los detalles de su vestimenta o su imagen en general no encaja bien con esa devoción”, señala Leontxo.

En su libro Mis geniales predecesores, Gari Kaspárov revela que Capablanca en su momento “demostró su colosal superioridad sobre sus contemporáneos”, y por esa razón “surgió precisamente el mito de su invencibilidad”. “Nadie podía ver las pequeñas —y, a veces, no tan pequeñas— lagunas de su estilo ultrapuro. Pero esos errores no eran accidentales, y en el encuentro con Alekhine [quien lo derrotó en 1927] pasaron a ser trágicos, puesto que echaban por tierra los frutos del enorme trabajo precedente. Capa fue cayendo por culpa de su proverbial pereza, y una cierta negligencia en su juego. Si tenía éxito, ¿para qué esforzarse más?”, dijo el de Bakú.

Tras perder la corona con Alexander Alekhine, que se preparó concienzudamente para el encuentro mientras el cubano lo fío todo a su superioridad y, fiel a su estilo, confió en su proverbial capacidad para resolver los problemas directamente en el tablero —incluso se fue de gira promocional a Brasil semanas antes del torneo—, el ruso nunca le concedió la revancha. Capa no se lo perdonó y hasta su muerte la rivalidad de ambos fue legendaria —en sus enfrentamientos particulares, Capablanca venció en nueve ocasiones, por 7 derrotas y 33 tablas—.

Capa podía haber sido campeón del mundo mucho antes y con más preparación hubiera retenido la corona por mucho más tiempo. Después de aquella derrota siguió jugando a un buen nivel, pero sobre todo vivió como le gustaba vivir, disfrutando. Con el dinero obtenido tras vencer a Lasker (La Habana puso una bolsa de 20.000 dólares para la celebración de aquel match) construyó a su primera esposa, una belleza camagüeyana llamada Gloria Simoni, una mansión en La Habana que en su terraza reproducía en las losas la posición final de la última partida ante Lasker. Bautizó la casa Villa Gloria —hoy está en estado ruinoso y habitada por cinco familias—.

Poco antes del inicio de la I Guerra Mundial fue nombrado cónsul en San Petersburgo, y Capablanca, que tuvo no pocos romances en su vida pues era un seductor, finalmente, se divorció de Gloria y acabó casado con la princesa rusa Olga Chegodaeva. Era otra mujer de extraordinaria belleza a quien conoció en los años treinta mientras trabajaba en la Embajada de Cuba en Estados Unidos, y con la que protagonizó varias portadas de revistas de la época. El 7 de marzo de 1942, a los 54 años, cayó fulminado por un ataque de hipertensión mientras estaba en el Manhattan Chess Club de Nueva York, adonde acudía con gran frecuencia por las tardes. Un día después murió en el hospital Mount Sinaí, el mismo en el que un año antes había falleció Lasker. Su eterno enemigo, Alexander Alekhine, escribió entonces: “Nunca antes hubo, ni volverá a existir, un genio igual”.

Los restos de Capablanca fueron trasladados en barco a Cuba y fue enterrado con todos los honores en el cementerio Colón —gobernaba entonces Fulgencio Batista, en su primer mandato constitucional—. Tras el funeral multitudinario, el artista Florencio Gelabert esculpió el gran rey de mármol blanco que custodia su tumba, que en estos días amaneció rodeada de flores bajo el bochorno de La Habana. Aquí, de vez en cuando, llegan en peregrinación sus admiradores, que recuerdan la contestación del ajedrecista de origen polaco Miguel Najdorf cuando le preguntaron quién era el mejor jugador de la historia: “Capablanca fue el mejor, porque no necesitó molestarse”.


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