Ivanka Trump, la hijísima del presidente



Ivanka Trump era a los 10 años una niña con mucho dinero y un pánico atroz. En aquel 1990 la prensa rosa hablaba del romance de su famosísimo padre con otra mujer, Marla Maples, y del inminente divorcio de sus padres, lo que le daba ratos muy amargos en el colegio. Un día llegó a casa llorando y preguntó: “Mamá, ¿eso significa que voy a dejar de ser Ivanka Trump?”. Cuesta hoy imaginar a esa criatura en la hija del presidente de EE UU, convertida de forma súbita y a los 37 años en una de las altas diplomáticas del Gobierno más poderoso del mundo, presente en toda suerte de cumbre o reunión oficial, acompañando al padre como si de una princesa heredera se tratase. 
Al llegar al poder, el republicano nombró a Ivanka y a su marido, Jared Kushner, asesores del presidente, un título gaseoso que les permite colarse en cualquier cita o negociación. Ella había empezado como modelo, trabajado en la empresa familiar y en el programa de telerrealidad del padre (El aprendiz), para acabar abriendo su propia firma de moda. Hace un par de años publicó un libro titulado Women Who Work: Rewriting the Rules for Success (Mujeres que trabajan: reescribiendo las reglas del éxito) y contó uno de sus secretos: “Cultivar la autenticidad”. La Ivanka adulta ya no debe temer, no hay nadie más Trump que ella.
El mandatario ha dicho abiertamente que la ve como una más que buena candidata a la Casa Blanca, que se planteó proponerla para dirigir el Banco Mundial y que hubiese sido perfecta como embajadora ante la ONU. “Jared e Ivanka son los supuestos príncipes de América. Su rápido y dorado ascenso a un nivel de poder extraordinario en la Casa Blanca no tiene precedentes y es peligroso”, afirma la periodista de investigación Vicky Ward en un libro reciente, Kushner, Inc. Ivanka, que significa pequeña Ivana, el nombre de su madre, ha sido siempre el ojito derecho del presidente. Es a ella a quien escogió para formar parte de su equipo de confianza. Se deshace en elogios a su inteligencia, a su fuerza negociadora, la ve como un bello alter ego. Hace años, en una entrevista, llegó a decir: “Es sexi, ¿verdad? Si no fuera mi hija, saldría con ella”. Pura provocación, puro Trump.

La fascinación es recíproca. La madre cuenta en sus memorias que en su infancia, Ivanka -sobre todo después del divorcio- buscaba todo el tiempo la atención de su padre. Mucho más que sus hermanos, el mayor, Donald, y el pequeño, Eric. “Ivanka iba a verle a la oficina a cada oportunidad y le llamaba por teléfono constantemente desde el armario del conserje del colegio”, explica la exesposa del hoy presidente.
Estudió unos años en Georgetown, pero acabó graduándose en la misma escuela de negocios que Trump, Wharton (Pensilvania). Años después conoció a Jared, un joven rico por quien se convirtió al judaísmo y adoptó el nombre de Yael al casarse en 2009. El matrimonio se instaló en un lujoso apartamento de Manhattan, tuvo tres hijos en relativamente poco tiempo (2011, 2013 y 2016) e hizo fortuna, mucha fortuna. Sus negocios e inversiones supusieron unos ingresos de 135 millones de dólares el año pasado (más de 120 millones de euros). Ella acabó cerrando la firma de moda y accesorios, que no atravesaba su mejor momento y además generaba muchas críticas por conflicto de intereses: la misma noche que cenaba en Florida con el presidente Xi Jinping y su padre, Pekín aprobó varias licencias comerciales a su firma de joyas.
Cuando el padre lanzó su carrera a la Casa Blanca, Jared e Ivanka se convirtieron en su sombra, y al ganar los incorporó a su equipo. La ley antinepotismo que EE UU aprobó a finales de los sesenta para evitar casos como el de JFK (que nombró a su hermano Bob­by fiscal general) no les afectó: no son cargos ejecutivos y además no cobran. Pero su poder no ha dejado de crecer desde que se mudaron a Washington. Trump ha confiado al joven Kushner las negociaciones sobre Oriente Próximo y México, mientras que el papel de ella —asesoramiento en creación de empleo y empoderamiento femenino— resulta más flexible y le permite participar en actos muy variopintos (uno de los últimos,
la cumbre del G20), tratando de encarnar la cara amable de esta conflictiva Administración.
Ivanka ha aparecido retratada con frecuencia en los medios como una voz moderada —y también moderadora— en la Casa Blanca. No hay ningún dato que lo justifique, pero esto es lo que ha trascendido de fuentes anónimas en varias polémicas, como el abandono del Acuerdo del Clima, el veto migratorio o los soldados transgénero en el Ejército. Varios artículos han asegurado que el matrimonio trató de hacer cambiar de opinión al presidente. El veto migratorio se aprobó, el Pacto de París se rompió y los transgénero fueron excluidos de las fuerzas armadas. Ellos, públicamente, nunca pusieron un solo pero.
Algunos de los altos cargos que han abandonado la Administración trataron de contener el peso de la pareja en el día a día, como el jefe de gabinete ­John Kelly, que perdió la partida. También el jefe del Consejo Económico, Gary Cohn, salió empachado de ellos. El libro de la periodista Ward cuenta que Cohn, judío, montó en cólera por los comentarios indulgentes del presidente hacia los neonazis de los disturbios de Charlottesville y no encontró el apoyo de la pareja. “Ella cree que va a ser presidenta de EE UU”, dijo Cohn al dimitir. “Piensa que es como los Kennedy, los Bush y, ahora, los Trump”.



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