La guerra más desalmada



El 31 de enero, el mismo día que el Reino Unido soltaba amarras de la UE y que en el Senado quedaba visto para sentencia el juicio político a Donald Trump, un anuncio ominoso pasaba de puntillas por los titulares: EE UU eliminaba la prohibición de usar minas antipersona a sus fuerzas armadas. Washington rompía una vez más, como ya hiciera con la salida del pacto nuclear iraní –o, en otro ámbito, con la retirada del Acuerdo de París–, un consenso internacional bien trabado. Ese día, uno más, lo urgente opacaba lo importante.
Aunque Washington no se sumó a él de facto hasta 2014, con Obama –a excepción de la península de Corea-, el Tratado de Ottawa, ratificado por más de 160 países, impide desde 1997 el uso de estos dispositivos baratos y fáciles de instalar, calderilla para la cada vez más sofisticada industria armamentística y que además suponen un daño a futuro: artefactos que matan, pero también condicionan el desarrollo, hipotecado por el costoso desminado; lastran sistemas de salud precarios por la miríada de mutilados que dejan o inutilizan cultivos y pastos de cuya existencia depende tantas veces la economía del lugar. Pero sobre todo causan víctimas cercanas, cotidianas: el 87%, civiles, y el 84%, menores, de los 120.000 muertos y heridos registrados entre 1999 y 2017, según el observatorio Landmine Monitor.
Sorprende que en un escenario de confrontación en el que se recurre a drones ‘inteligentes’ para eliminar a enemigos –e incluso a jefes militares de otros países, como el iraní Qasem Soleimani– con la asepsia de un cirujano impoluto, Washington decida volver al barro; a la guerra en los caminos y las selvas (la mayoría están sembradas en países que han sufrido conflictos civiles, como Colombia, Bosnia o Angola). Extraña también que tras décadas de estrategia militar centrada en tareas de antiterrorismo y contrainteligencia, cobre vida, y muerte, el terreno. Pero no llama tanto la atención que tampoco Moscú o Pekín hayan firmado el pacto de Ottawa, por lo que la decisión del Pentágono parece un modo de afrontar cualquier eventualidad en tiempos de beligerancia.
Cierto que los misiles y los drones también se equivocan, llevándose por delante un convite nupcial en Afganistán, un autobús escolar o un hospital en Yemen, pero entre los errores de los drones y la certidumbre ciega de las minas hay tanta diferencia como entre los conceptos de contingencia y probabilidad: un abismo.
Tal vez por las imágenes de niños mutilados arrastrando su incierto porvenir por las cunetas, el abordaje del problema ha sido casi siempre emocional. Por eso corresponde a la comunidad internacional, a una verdadera diplomacia de paz, a activistas, expertos y también a las víctimas, proferir un clamor aún más estentóreo para denunciar esta regresión, máxime cuando al dinamitero en jefe pueden quedarle otros cuatro años en la Casa Blanca.
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