La salsa, latido imparable del Gran Caribe

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Rubén Blades, en un concierto en Nueva York.
Rubén Blades, en un concierto en Nueva York.Ebet Roberts (Redferns)

Evitemos los tópicos, por favor. No se trata de que Leonardo Padura fuera “periodista musical” antes de dedicarse a cultivar la novela negra. Ambas labores resultaban compatibles: incluso, varias de las entrevistas recogidas en Los rostros de la salsa surgen de viajes facilitados por su incipiente fama como novelista. Un tomo editado en Cuba en 1997 y que ahora llega en edición ampliada.

Sabemos que Padura usó la música para perfilar —y situar generacionalmente— a Mario Conde, su policía desencantado. En sus libros, Conde se relaja escuchando a Creedence Clearwater Revival y disfrutando de su cantante, John Fogerty. Dado que ambos nombres aparecen con erratas, cabe suponer que Conde tiene esa música en cintas caseras, con datos copiados a mano. Esos gustos suponían una pequeña rebelión para un teniente de la Policía Nacional Revolucionaria. El rock anglosajón estuvo prohibido durante decenios; Fidel Castro aseguraba que era la punta de lanza de un movimiento que atentaba contra la virilidad de la juventud cubana.

El régimen tampoco manifestaba simpatía por la salsa, aunque aquí las objeciones eran de naturaleza patrimonial: se consideraba que sus estrellas explotaban hallazgos cubanos. Verdad… hasta cierto punto. La música popular cubana, ya debilitada por la fuga de talentos, sufrió un relativo eclipse durante los años álgidos de la Revolución. En el reparto de recursos y exposición mediática, se primó a la nueva trova. Se demonizó a los bailes como escenario de “actos antisociales”; fueron vetados o limitados. El encuadramiento de los músicos en organizaciones estatales creó capas de inflexible burocracia: en la conversación de Padura con Adalberto Álvarez, este explica lo complicado de formar su orquesta, Son 14, que requería juntar instrumentistas de su Camagüey y de Santiago de Cuba (unos 270 kilómetros de distancia pero, ay, diferentes provincias).

El rock anglosajón estuvo prohibido durante decenios. Fidel Castro aseguraba que era la punta de lanza de un movimiento que atentaba contra la virilidad de la juventud cubana

El embargo pudrió la situación en ambas direcciones. Castro anuló la propiedad intelectual, con lo que muchas composiciones cubanas aparecían en discos internacionales de salsa sin indicar su autor, con la sigla DR (derechos reservados). Los grupos cubanos apenas tocaban en los países occidentales, al menos hasta que Irakere se introdujo en 1980 en el circuito del jazz. Si viajaban, lo hacían custodiados por segurosos instruidos para evitar deserciones. Los músicos funcionaban en inferioridad de condiciones en tecnología y tenían dificultades para materializar el mestizaje sonoro que caracterizaba a la salsa.

La salsa original neoyorquina podía recrear formas y canciones cubanas, pero sus arreglos estaban contaminados por el latin jazz o el discutido bugalú. En sus filas abundaban los puertorriqueños y dominicanos, que referenciaban sus ritmos autóctonos. De hecho, la nómina de entrevistados en Los rostros de la salsa refleja el ascenso del merengue y la bachata dominicanos: se incluyen conversaciones con Juan Luis Guerra, Wilfrido Vargas y el fascinante cantante-político Johnny Ventura (fallecido este pasado verano).

El merenguero Johnny Ventura durante un evento en Santo Domingo (República Dominicana) en 2018.
El merenguero Johnny Ventura durante un evento en Santo Domingo (República Dominicana) en 2018. Orlando Barría (EFE)

Felizmente, Padura conserva el habla de los entrevistados en sus transcripciones. Los cuestionarios son respetuosos y se esquivan mayormente las polémicas políticas. Solo los más veteranos —Cachao, Mario Bauzá— ponen objeciones radicales al término “salsa”. Los no cubanos reconocen la importancia de los grandes clásicos isleños como Benny Moré, Arsenio Rodríguez, Machito. Y algún cubano —el citado Adalberto Álvarez— hasta reconoce que lo suyo era difícil de exportar: “Hacíamos la música mucho más rápida que el resto de los salseros”.

Rubén Blades afirma que “el reguetón apela de forma visceral a la libido de los adolescentes” y que sus letras “encuentran un eco natural en esa edad; los vídeos reafirman la época del selfi”

Padura celebra que, comenzando los setenta, la salsa fuera el verdadero engrudo cultural que unió a los países del mar Caribe. Se trataba de una expresión urbana, con especial arraigo en los barrios más populares. Su evolución comercial fue problemática debido a su identificación con Fania. El sello de Jerry Masucci adquirió prácticamente un monopolio discográfico que tuvo resultados funestos: en los años ochenta, su ralentización de actividad —no confundir con la pervivencia de Fania All-Stars— causó desconcierto y frustración. Perdieron visibilidad muchos de los mayores talentos y se fue imponiendo la anémica salsa romántica (salsa monga, en el ambiente), que obligó a reivindicar la llamada salsa brava, que gozaba de especial arraigo en Colombia.

No hace falta explicitar por dónde van las preferencias de Padura, que aquí ofrece dos entrevistas con Rubén Blades (una reciente y otra de 1989). Cierto que el panameño constituye un caso único de libertad creativa y que siempre tuvo —­se ganó— su margen de actuación: ha variado sus formaciones instrumentales, es capaz de grabar en inglés, dialoga con otras músicas. Y hasta tiene una explicación para el auge del reguetón: “Apela de forma visceral a la libido de los adolescentes, las letras encuentran un eco natural en esa edad, los vídeos reafirman la época del selfi (…). Es el escape rebelde que encuentra una explicación existencial en la monotonía rítmica y en la no complejidad armónica”. Ya puestos, habría que recordar que tiene sus raíces en Jamaica, fermentó en Panamá y explosionó en Puerto Rico: el reguetón es tan pancaribeño como la salsa.

portada 'Los rostros de la salsa', LEONARDO PADURA. EDITORIAL TUSQUETS

Leonardo Padura 
Tusquets, 2021
285 páginas. 19 euros

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