No es amor (aunque lo parezca)


El debate migratorio es un epítome de una conversación pública enferma. Un espacio lleno de ruido y prejuicios; excesivo en sus formas y limitado en sus contenidos; desinformado, polarizante y, demasiado a menudo, mentiroso. Los que decimos que la inmigración es un fenómeno esencialmente positivo culpamos de esta situación a quienes no comparten nuestra opinión, empezando por la ultraderecha. Pero, ¿qué hay de nosotros, los “buenos”? ¿Qué responsabilidad tenemos en la perpetuación de un relato que reduce la movilidad humana a categorías patológicas?

Esta es una de las preguntas que se hace el informe Narrativas migratorias del amor, presentado recientemente por la Fundación porCausa. En su disección del discurso público sobre la movilidad humana, el estudio apunta algunas pistas de lo que podría funcionar mejor y peor a la hora de transformar la narrativa imperante. Y los de mi parroquia no salimos muy bien parados.

El reproche principal es simple: cuando se trata al inmigrante como víctima, se establece con esa persona una relación vertical y de extrañamiento. Por utilizar lenguaje evangélico, la caridad reemplaza a la compasión, que sería el ejercicio básico de empatía y de igualación.

Este es el marco que se repite día tras día en los noticieros, las campañas de las ONG o los discursos políticos de la izquierda: la obsesión por la tragedia de la frontera Sur, el ensalzamiento del héroe blanco salvador, la certeza de que el migrante debe ser rescatado de su situación, la ignorancia de la agenda política de ese individuo. Todos estos factores –que replican la narrativa humanitaria y de la ayuda al desarrollo, y que destilan una fragancia pseudo colonial– establecen una brecha insalvable entre ellos y nosotros.

¿Saben lo que más ayudaría a cambiar la narrativa migratoria? Que gente como yo hable menos y el espacio sea ocupado por quienes pueden hablar en primera persona

Como recuerda porCausa citando un informe del proyecto BRIDGES, la narrativa humanitaria ha sido empleada desde hace décadas para justificar las políticas más regresivas. En su autorrelato, los gobiernos de la UE no impermeabilizan las fronteras por maldad o xenofobia, sino para proteger a los “pobres migrantes” de las mafias de la trata. Del mismo modo, compran la colaboración de los regímenes más despreciables para evitar que esos “pobres individuos” se enfrenten a los riesgos de una ruta migratoria (sobre los riesgos de quedarse no dicen nada).

En este marco narrativo tal vez las migraciones no sean una amenaza, pero seguro que son un problema que debe ser resuelto o evitado, nunca estimulado. Por eso, dice el informe, lo que parece amor no lo es tanto.

En parte, la solución a este desafío está en nuestra capacidad para ampliar los temas de conversación. Es cierto que muchos migrantes son víctimas de una tragedia humanitaria que debemos tener muy presente. Pero también lo es que muchos más protagonizan historias cotidianas de superación, integración y normalidad que rara vez son contadas. Que los inmigrantes contribuyen con su trabajo a apuntalar el bienestar de nuestras sociedades. Que comparten nuestras mismas aspiraciones y miedos. En fin, que algunos delinquen y otros defraudan a Hacienda. Nos parecemos tanto, que a veces se nos olvida que todos somos migrantes, porque todas somos el resultado de un movimiento –haber cruzado o no una frontera es una pura casualidad– y todos nos reservamos el derecho a jugar esa carta cuando las circunstancias lo requieran.

En parte, la solución está en ampliar la diversidad de los que conversamos. ¿Saben lo que más ayudaría a cambiar la narrativa migratoria? Que gente como yo hable menos y el espacio sea ocupado por quienes pueden hablar en primera persona.


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