Qué ver en Bruselas, una auténtica caja de sorpresas

by

in

Bruselas es un bosque con su caja de sorpresas. Sobre parte de él se ha ido edificando una capital. Pero la manta de los árboles impera en medio de la ciudad y sus alrededores. Obcecada en su gen vegetal, tiñe todo su contorno para proporcionar a la urbe belga un aire de tronco con ramajes superpuestos de savia, madera, piedra y aluminio. Es un bosque y un sendero líquido también, serpenteado de estanques, donde a diario se deslizan impertérritos, altivos y elegantes esos cisnes en los que Richard Wagner se inspiró para crear a los héroes rocosos y líricos de Brabante con su Lohengrin. Nadan a contraluz, atentos a la timba desconcertante de su clima, que juega con claroscuros o entreteje caleidoscopios y chaparrones al tiempo que modula su suave temperatura para dar lugar a una majestuosa vegetación.

Parques naturales y barrios bailan en Bruselas una danza de equilibrios, que convierte a la ciudad en una metrópoli agradable para vivir. Luce su estampa ancha y horizontal, sin demasiadas alturas soberbias que desafíen al cielo, quizás por ser consciente de que su destino queda frecuentemente amamantado por las nubes bajas. También, por eso, destaca en su bien dotada modestia. Algo que no altera por su condición de capital europea el hecho de ser objeto diario de noticias cruciales. Porque Bruselas es una de las escasas ciudades donde se cuece el futuro del mundo, pero esa decisiva condición le rebota en el vientre sin alharacas. Bien es cierto que los telediarios no le hacen justicia. Parece resignada a no llamar la atención. O quizás a despistar, camuflando en una imagen gris lo que en realidad esconde una muy planificada dosis de belleza. Tras los enfoques de los bustos parlantes y los corresponsales, aparece una ciudad inocua, incluso feúcha, aprisionada en las cristaleras de las oficinas comunitarias. Pero escribimos esto para abrir el plano y mostrar todo el esplendor de una capital que atrapa.

Para entender mejor Bruselas, uno debe empezar por visitar la casa museo de Victor Horta (1861-1947). Pocos arquitectos han marcado de estilo propio el ropaje de una ciudad. Como ocurre con Antoni Gaudí y Barcelona, su modernismo ecléctico, su rigurosa fe en la fantasía, explica la variada y diversa coherencia que Horta dejó en herencia para lo que luego ha sido la construcción civil de la urbe.

El artista conformó una perfecta simbiosis entre el pasado y el futuro. Entre el gótico fundacional de los alrededores, el neoclasicismo austrohúngaro importado con naturalidad y las vanguardias de su tiempo, con preeminencia del modernismo —su corriente— y unas asombrosas dosis de art déco. Pasear por los barrios del centro de Bruselas, de Ixelles a Flagey, de Sablon, Saint-Gilles y Les Marolles a Sainte Catherine, incluso extenderse más a los extremos como Watermael y Boitsfort, Etterbeek, Uccle, Auderghem o Tervuren… es un constante asombro ante la imaginación diversa en el estilo de las casas que lo pueblan. Ni una osa repetirse en un perpetuo reto a la construcción en serie que somete a otras ciudades.

Aquello que algunas corrientes calificaron como bruselización es un sambenito injusto, sin mucho fundamento, que ha afectado a su imagen y dista de ser a estas alturas ni real, ni evidente. La posibilidad de colocar edificios modernos en entornos tradicionales duró apenas 20 años. Comenzó tras el bum de la Exposición Universal de 1958, pero paró a tiempo de echar a perder la ciudad, algo de lo que no todas pueden presumir. Desde hace décadas, las nuevas construcciones guardan en general sus respetos al entorno.

La variedad, ese desprecio a lo uniforme sin que nada sobresalga por sobresalir, sigue el mandato estético del arquitecto cuya inspiración empapa todavía la anatomía de Bruselas. La vida de Horta (que nació en Gante y murió aquí) marca un eje que coincide con el gran auge decimonónico de la capital belga para hacerla desembocar a principios del siglo XX en una metrópoli con carácter, alma y personalidad. Un espacio abierto, donde en barrios como Ixelles o Flagey uno puede atravesar tan solo dos manzanas de edificios y escuchar hablar siete idiomas distintos. Sin exagerar.

Bruselas es un amable y, a veces, tenso Babel cuyo lado incómodo se deja sentir en barrios más conflictivos como Molenbeek, con su estigma yihadista. Pero, en general, lejos del desarraigo y entregados al cosmopolitismo de su riqueza multicultural, el viajero puede encontrarse a gusto en casi todos los lugares. Al pasear por los parques y los bosques, la costumbre es darse los buenos días entre desconocidos. Una cortesía que aumenta cuando uno se aleja más del cogollo central. Sin duda, en eso influye la euforia de cruzarse entre auténticos monumentos vegetales. Más si, como ahora, reina un otoño de tonos ocres y exuberancia cristalina, con los troncos bronceados de humedad o el riesgo de que el viento y la cenagosa fragilidad del terreno arranque de cuajo los árboles y los cruce sobre el camino.

Espacios verdes

Los bosques y parques de Bruselas son un entramado de asombros donde a menudo se cuela una laguna gobernada por cisnes y sobresaltada por manadas de patos. Sobre un ramaje abatido vigilan también garzas y cormoranes, que se adaptan a la metamorfosis del agua. A menudo esta se convierte en una manta de hongos verdosa y una cama de nenúfares, que no ha sido tratada con justicia por la Historia del arte. A veces, como en el parque Tervuren —a las afueras y al que se llega en media hora con transporte público—, el agua pasa de estancada a corriente y busca un pasillo central como cauce en mitad del bosque. Otras, como en el Arboretum que reina en ese mismo entorno, uno se olvida de que cuenta con líquido alrededor de los pies. La vista se alza hacia arriba en un paseo alucinógeno para descifrar la esbeltez de los pinos, las secuoyas, los álamos, los robles, los tejos, los abedules… El Arboretum destaca como una visita más que obligada para perderse y encontrarse. Posee la fuerza magnética de la naturaleza en expansión azarosa y al tiempo ordenada. Lo componen especies del viejo mundo —Europa y Oriente— y del nuevo (toda América). Es un compendio de semillas globales trasladadas a este trozo de terreno belga para reproducir un entorno de mestizajes y cruces ecológicos.

Más uniforme pero no menos sobrecogedor es el bosque de Soignes, uno de los hayedos más impresionantes de Europa y patrimonio de la Unesco. Distribuye sus 5.000 hectáreas entre los confines de Watermael, Boitsfort, Tervuren y Waterloo. Allí tuvieron lugar, sin duda, unas cuantas escabechinas residuales de la batalla napoleónica entre sus laberintos de hayas y robles, roto el silencio por el silbido de las bayonetas. Antaño sirvieron para abastecer los astilleros austrohúngaros y franceses en el siglo XVIII, pero hoy conforman uno de los espacios de recreo más gozosos de Bruselas. Su aspecto civilizado y a la vez salvaje entronca también con el más ordenado Bois de la Cambre, un parque público ya perfectamente conectado con el centro de la ciudad al desembocar en la arteria de la avenida Louise. Si en Soignes te topas con refugios o restos neolíticos y senderos de barro con hoja caduca, en La Cambre abundan los templetes, algún teatro, terrazas o restaurantes a los que se accede por embarcación.

De ahí al nudo urbano, a la movida, hay un paso. El centro, ya, es un ensamblaje de épocas, batallas y acuerdos. De la Bruselas fundada sobre una ciénaga en el imperio de Carlomagno a la que hoy representan como utopía posible y real las instituciones de la Unión Europea en los alrededores de Schuman, hay pocas paradas de tranvía. La primera fue creada a base de una tensión perpetua entre flamencos y valones, aún palpable. Lo del lodazal, además, quedó para el bautizo. Aquel poblado germinal, fundado alrededor de la capilla que Saint Géry había construido en una isla hacia el año 695, recibió el nombre de Bruocsella: brouc por pantano en un derivado mezcla entre el neerlandés y una lengua germánica, mientras que sella alude al término morada.

De ahí pasó a capital amurallada de la región de Brabante y sufrió durante siglos el constante acoso de Flandes. Fue un foco mercantil vibrante y codiciado. Como tal se convirtió en uno de los puntos fundamentales del Imperio Habsburgo y después, por descendencia del matrimonio entre Juana I de Castilla y Felipe el Hermoso, pasó al dominio español por medio de Carlos I, su hijo. La huella castellana es escasa, salvo en algunos nombres. Pero la austrohúngara y la francesa, en curiosa simbiosis métrica y estética como sello de sus dominios posteriores, se aprecia de una manera más nítida en los alrededores de la Grand Place y por extensión en toda la ciudad. También la que imprimió posteriormente Leopoldo II en el siglo XIX. Bajo su reinado y a medias entre el impulso de la revolución industrial y el saqueo del Congo, la capital se desarrolló y enriqueció. Para prueba de aquel esplendor labrado entre vapores de carbón y sangre colonial, aparte del entorno del Palacio Real, queda el Museo de África, en Tervuren, reabierto en 2019 con una crítica al pasado tras cinco años de reformas.

Pero si no nos alejamos del centro, uno siente en los paseos el influjo de unos versos de Jacques Brel (“C’était au temps où Bruxelles rêvait / C’était au temps du cinéma muet / C’était au temps où Bruxelles chantait / C’était au temps où Bruxelles bruxellait”), que cuenta con museo y fundación en la capital del país que vio nacer al cantautor. Su música se mezcla con los abundantes escaparates de culto al cómic donde reina Tintín, quizás rodeado por personajes de Georges Simenon que se adhieren en un tiempo indeterminado de eternidades ordenadas en la atmósfera con un fogonazo de Brueghel el Viejo, unido en un árbol genealógico estético con chispa surrealista de René Magritte. Ambos artistas conviven en sus respectivos espacios junto a otros maestros en el Museo Real de Bellas Artes. Este queda pegado a los pabellones diseñados por Horta en el Palacio de Bellas Artes (los conocidos como Bozar). Dispone además de una maravillosa sala de conciertos proyectada por él, con un toque de armonía serena y luminosa medida para disfrutar del arte y la música.

Más abajo queda la Ópera de La Monnaie, junto al edificio de la Bolsa, puro pulmón alrededor del que se entrecruzan paseos, cafés, comercios y otros teatros como el Nacional de Valonia y Bruselas o el Teatro Real de Toone. Por los alrededores vibra el barrio de Sainte Catherine, con sus terrazas, sus chocolaterías, cervecerías, su perpetuo olor a gofre y en alguna plaza los aromas de pescaderías regentadas por descendientes de inmigrantes españoles.

Los restaurantes aquí son materia delicada. Seamos claros: en Bruselas se come regular. Conviene asesorarse y no dejarse caer en cualquier sitio. El problema es la media del precio, que puede rondar los 50 euros por una comida insípida. La gastronomía belga se ha echado a dormir dentro de un conformismo decadente. Sobrevive de algunas excepciones tradicionales: los mejillones, el chocolate, la cerveza y el gofre. Pero, por poner un ejemplo, presumen de las patatas fritas como una seña de identidad y resulta imposible encontrar un sitio donde no te las sirvan congeladas. Las carnes son bastas y deficientes en la cocción, del pescado mejor no hablar. Los mariscos aguantan, y sobreviven a la quema los estofados o las albóndigas. Se han entregado a la cocina de otros países —con buenos orientales, árabes e italianos o pizzerías extraordinarias, caso de La Pizza è Bella, en la zona de Sablon—, pero a su imaginación culinaria la domina una desesperante vagancia mental que conviene urgentemente regenerar.

Todo eso puede encontrar alivio en los mercados itinerantes de la ciudad. Bruselas conserva su identidad de comercio y trueque gracias a sus rastros y mercadillos, donde uno puede hacerse con viandas y materia prima de los alrededores: buena fruta de temporada y verdura, una carne digna. Falla, eso sí, la pobretona oferta de embutidos que se ve reforzada por magníficos quesos, especias, flores, puestos de pescado que una amiga vasca calificaría dentro de la gama pescaderías-joyerías, pero donde se puede hallar a veces buen mero, rape, rodaballo, atún, salmón, doradas, calamares y salmonetes. También los rastros perviven, como el que se instala los domingos junto a la estación de Midi; el más auténtico de la plaza Jeu de Balle, en Les Marolles; o el de flores en la Grand Place y el de antigüedades, junto a la coqueta iglesia de Nuestra Señora de Sablon, que sustituyó en su día y en el mismo sitio al templo que construyeron unos arqueros a principios del XIV.

Un alarde de geometrías

El carácter mercantil tiene su apoteosis en la feria de muestras. No es que nos desplacemos ahí por esa razón, sino porque en ese entorno se construyeron las dos exposiciones universales de Bruselas: la de 1935 y la de 1958, cuyo monumento icónico fue el Atomium. Este último fue su herencia de parque de atracciones. Pero resultó también lo que antes aludimos como bruselización y cierta embriaguez de edificios pegote. Bajo las bolas de aluminio del Atomium (entre las vistas que ofrece su restaurante, en este caso, recomendable, entre otras cosas por el pato que sirven) se divisa a los pies el nuevo estadio de Heysel; el circuito de la Mini-Europe, con sus miniaturas del continente diseñadas en ese afán de transmitir identidades comunes a los niños y a los turistas, o esa especie de Gotham City que fue construida para los pabellones de la primera Expo en el Grand Palais. Un alarde de geometrías y extensiones en las que también se observa la huella e influencia del art noveau a una escala más mastodóntica.

Esa huella ya directamente representada por Horta se aprecia además en sus estaciones de tren, como en la Central. Bruselas es una ciudad también atravesada de vías. Y en eso resulta fundacional para el continente. Tal como arranca Orlando Figes su magnífico Los europeos (Taurus), las dos líneas ferroviarias pioneras en esta parte del mundo se situaron en Bélgica. La primera unía Amberes con Colonia, en Alemania. La segunda, París-Bruselas, resultó más importante al disminuir el tiempo del itinerario. Fue inaugurada el 13 de junio de 1846. El reclamo se basó en la alta velocidad, pero de entonces: a 30 kilómetros por hora. Entonces, el hierro de los raíles comenzaba a tirar abajo fronteras espaciales. Bruselas no hacía más que colocarse en su sitio como lugar preferente para que se haya convertido en la capital de la Unión Europea. Por derecho. Con discreción, pero no sin cierta audacia. Más que dignamente. Hoy nadie se lo discute y así cumple su papel, como si accidentalmente hubiese sido predestinada para ello.

Encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestro Facebook y Twitter e Instragram o suscríbete aquí a la Newsletter de El Viajero.




Source link