Sólo ficciones, subjetividades e inexactitudes

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A raíz de dos artículos recientes aquí (La industria de la maledicencia y Los calzoncillos de Conan Doyle), un autor me discute educadamente, en su revista Deliberar, los argumentos que en ellos expuse. Bien está. En uno de sus textos, sin embargo, asegura algo que me causa perplejidad. Como no creo que mienta, le contesté privadamente que no recordaba lo que me atribuía: “Marías saludó con entusiasmo” la publicación de la correspondencia privada entre Juan Benet y Carmen Martín Gaite, “cuya lectura recomendaba tras compararla a la fantasía de mirar por la cerradura lo que hacen en su habitación papá y mamá”. Y añade: “Cuando le recordamos” (a mí, se entiende) “sus frecuentes condenas a la publicación de confidencias privadas respondió sin inmutarse: ‘Claro, pero me refería a las mías”. Parece que yo hubiera hablado con mi contradictor en una entrevista de viva voz o en papel. Puede que mis palabras estén grabadas o en una hoja tecleada a máquina por mí. Si es así, se me ha borrado por completo. Y si formulé tales opiniones, como le he explicado ahora a él, “tal vez fue por ser amable. Pero a mí no me interesan esas correspondencias, y ni siquiera leí la de JB y CMG. En suma, si dije o escribí esas frases, mentí sin duda”. Lo que más me chocó de ellas fue el lenguaje, ajeno a mí. Jamás hablaría de “papá y mamá” excepto con mis hermanos; jamás he tenido la fantasía de mirar nada por la cerradura, aún menos a mis padres en su alcoba; si de Benet me interesa casi todo a priori y lo puedo considerar un lejano “padre literario”, soy incapaz de decir lo mismo de Martín Gaite, a la que en modo alguno tendría por una “madre literaria”. Admiro algunas obras suyas, pero sin excesiva curiosidad por su concepción de la literatura, que además dejó plasmada en varios ensayos.

Todo esto viene a cuento del valor desmedido que hoy se otorga a los diarios, las memorias, las autobiografías y las cartas de los escritores, en tanto que documentos capitales para forjar sus biografías y conocer las circunstancias en que crearon sus mejores libros. Como apunté en mis artículos, creo que más bien se trata de chismorreo para letraheridos, especialistas y estudiosos. Cumplo años, como todos, pero conservo bastante memoria, supongo, sólo sea por haber terminado hace unos meses una novela de 700 páginas: sin ella, me habría olvidado de lo ya contado y de lo que no, me habría contradicho y habría perdido fácilmente el hilo. Y, no obstante, en este episodio relatado no estoy seguro de haber dicho lo que se me atribuye. Creo que no, pero insisto: me cuesta creer que quien me discute mienta. Lo cual nos lleva a lo siguiente: si uno no se atreve a jurar haber dicho o no algo, ¿qué fiabilidad poseen todos esos documentos, que muchos atesoran?

Pero la cuestión sobre la que deseo hacer hincapié es otra. “Mentí sin duda”, le he admitido ahora a ese autor, y eso es seguro, porque sé a ciencia cierta que nunca he leído esa correspondencia entre Benet y Martín Gaite, quizá por pudor: luego si la recomendé con entusiasmo, fui falaz. Por amabilidad, para salir del paso, por conveniencia, por “quedar moderno”, por capricho, por diversión, quién lo puede saber. Así pues, quienes conceden tanto valor a los diarios, memorias y demás, o a los testimonios de familiares, amigos y conocidos de sus biografiados, parten de una premisa tan ingenua como injustificada, a saber: que todo el mundo dice la verdad. Nada más alejado de la realidad. No se me ocurriría proclamar que todo el mundo miente, pero sí que puede mentir u ocultar. O de otro modo: nadie está obligado a contar la verdad, ni en una entrevista a un desconocido, ni en una misiva a un amigo o a un marido o a una mujer, ni en un diario ni en una autobiografía. Los escritores, en concreto, mienten en abundancia, como personas inclinadas a la ficción, la invención y la fabulación. Una muestra reciente son las entrevistas con Faulkner aparecidas hace poco. Faulkner mentía sin parar, aunque sólo fuera porque a las mismas preguntas daba respuestas distintas según su talante, la ocasión y el interlocutor. Es comprensible que le aburriera repetir lo mismo una y otra vez; improvisaba y disparataba con desparpajo y sin el menor cargo de conciencia. ¿A él qué le importaban el periodista de turno y sus lectores? Si uno a veces no le diría la verdad ni al juez, ¿por qué habría de decírsela al primero que se presentase en su casa con un bolígrafo o un magnetofón? De nada sirve todo ese “sagrado” material, como tampoco las declaraciones de quienes conocieron a los escritores —con alguna rara excepción—, y a menudo mienten por beatería, o ajustarles las cuentas, o por despecho o antipatía personal, o por dinero, o porque los biografiados desaprobaron un texto suyo que ellos sometieron a su consideración… El empeño de relatar cabal y verídicamente la existencia de alguien es vano y quimérico, o como mínimo exige grandes dosis de credulidad por parte del biógrafo o relator. Creer que nadie miente nunca es el grado máximo, absolutamente patológico, de la credulidad. Porque sólo disponemos de ficciones, subjetividades e inexactitudes.


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