Un cierto paraíso

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Dice Simone Weil que hay un infierno habitado por personas que creen encontrarse en el paraíso. En 2013, a los 25 años, Anna Wiener se mudó de Nueva York a San Francisco, siguiendo la promesa de un trabajo en una compañía de Silicon Valley, una start-up dedicada a la gestión de datos masivos. Wiener no tenía una formación científica ni tecnológica, sino literaria. Después de licenciarse en la universidad había ocupado puestos subalternos en el mundo editorial, en una época marcada todavía por la gran recesión de 2008. En la agencia literaria en la que trabajaba como asistente con un sueldo muy bajo el ambiente era de desánimo. Todo, en el mundo de los libros, parecía ir deteriorándose: menos lectores, menos librerías, la primacía insolente y destructiva de Amazon, el aire de anacronismo de los volúmenes tangibles y las páginas impresas frente a la novedad cegadora de todo lo digital.
Wiener se mantenía a flote en gran parte gracias a la ayuda de sus padres: pero al cabo de un año perdería la cobertura del seguro médico familiar, y no tenía la menor perspectiva de una mejora laboral que lo incluyera. Vivía en un piso compartido en las periferias de Brooklyn. Pertenecía a una generación y a un grupo social no afligido por la pobreza, pero privado de casi cualquier expectativa de estabilidad. Como tantas personas bien formadas y de firme vocación de su edad, tenía que ganarse la vida yendo de un lado a otro en oficios precarios, sometida a los chantajes y las incertidumbres que se ocultan tras el prestigioso término “freelance”.
Mudarse a San Francisco para trabajar en una nueva empresa tecnológica era un cambio inaudito. Silicon Valley era el reverso del mundo crepuscular de la edición. Wiener había tenido su primer contrato todavía en Nueva York, en una start-up que le parecía atractiva porque estaba desarrollando una plataforma de lectura de libros al estilo de Netflix o de Spotify. En el mundo editorial las personas vestían con cierta formalidad y no comían mientras trabajaban.

Wiener descubrió que los directivos y los empleados de las tecnológicas iban siempre en zapatillas de deporte, vaqueros, camisetas con el logo de la compañía, sudaderas con capucha, y que además se pasaban el día picoteando mientras trabajaban, con bolsas abiertas de patatas o ganchitos junto a los portátiles, sorbiendo zumos o bebidas energéticas. También descubrió que los promotores de la plataforma de lectura electrónica no sabían nada de libros ni tenían interés en aprender nada, y tendían a escribir mal hasta los nombres de escritores sumamente conocidos.
Pero fue al cambiar de empresa y viajar a San Francisco cuando de verdad descubrió que estaba en otro mundo. No había publicado nada todavía, pero llevaba dentro de sí una profunda vocación literaria, que se manifestaba sobre todo en su capacidad de observación, en la mezcla de intensidad vital y de distancia crítica que le permitía ver las cosas a la vez desde fuera y desde dentro. Se presentó para una entrevista de trabajo en una empresa casi recién fundada y ya muy próspera cuyo dueño y director ejecutivo tenía menos de 25 años. La empresa ocupaba un piso entero, enorme y despejado, con muros de ladrillo y suelos de cemento bruñido. Todos los empleados, casi todos hombres, vestían como leñadores o como granjeros aust, dice Weiner, siempre con las inevitables sudaderas con capucha. Todos llevaban auriculares de gran tamaño de los que se filtraba una pulsación permanente de música electrónica. Algunos se habían tatuado frases en sánscrito. Otros bebían pensativamente cerveza artesanal, o mascaban tabaco. Casi todos se movían de un lado a otro de la oficina en patinetes eléctricos de última generación.
El ejecutivo que le hizo la entrevista de trabajo estaba echado en un sofá y tenía el hábito extraño y tal vez insalubre de palparse la espalda hundiendo mucho la mano por debajo del cinturón. Wiener había imaginado que le preguntaría sobre sus estudios, sobre su experiencia laboral. Pronto se dio cuenta de que en aquel mundo cualquier conocimiento que no fuera tecnológico carecía de cualquier importancia. En esas compañías de aire alternativo o bohemio que de la noche a la mañana podían venderse por cientos o miles de millones de dólares, las preguntas que se hacían a los candidatos eran del todo absurdas, aunque podían tener una resonancia como de enigmas zen: “¿Cómo explicarías Internet a un campesino medieval?”, “¿Cuántos metros cuadrados de pizza se consumen al año en Estados Unidos?”, “¿Cómo le hablarías de nuestro software a tu abuela?”, “¿Cuántas bolas de pimpón caben en un avión?”.
Es muy probable que Anna Wiener llevara un diario durante sus primeros meses en Silicon Valley. Ahora ha publicado un libro de recuerdos sobre aquellos tiempos, Uncanny Valley, y la precisión de los detalles, la agudeza de las observaciones visuales y verbales, son tan infalibles que a más de un lector le han llevado a mencionar a Joan Didion. Son la mirada y la voz de una Didion joven de ahora las que nos cuentan un mundo en el que no parece existir relación alguna entre la realidad y las ficciones embusteras y triunfales que se construyen para esconderla, entre el brillo mercenario de las palabras y los presuntos ideales y la crueldad helada de un sistema tecnológico, empresarial y social que genera por un lado riqueza y poder ilimitados y por el otro explotación, espionaje masivo, marginalidad y miseria.
San Francisco, la antigua capital de la contracultura y las luchas sociales, ahora es un parque temático para turistas y un enclave de multimillonarios de la tecnología y del comercio electrónico. A la sombra de los complejos residenciales de máximo lujo se extienden los campamentos de chabolas y tiendas de campaña de los sin techo. Los alquileres son tan altos que ingenieros y ejecutivos con sueldos magníficos se ven forzados a compartir piso. Con sus patinetes eléctricos, sus camisetas, sus sudaderas, su jerga alternativa y futurista, hecha de eslóganes publicitarios, palabras fetiche y banalidades de autoayuda, los innovadores que iban a mejorar el mundo acumulan dinero y poder con una conciencia perfectamente limpia, con una especie de impenetrable inocencia. Los directivos y los ingenieros de su empresa se saben tan poderosos, cuenta Weiner, que se permiten de vez en cuando algo que llaman “el modo Dios”: espiar a capricho la intimidad digital completa de cualquier usuario. Casi no hay un momento en nuestra vida diaria y conectada en el que cada uno de nosotros no esté contribuyendo generosamente a su riqueza. Al menos Anna Wiener ha huido a tiempo y ha escrito un testimonio memorable.


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