Un corredor humanitario en Afganistán

Nicolás Aznárez

Pese a la rapidez con la que se suceden los cambios, el diagnóstico es unánime en torno al retroceso implacable de las libertades en Afganistán. La delicada trama que constituyen las sociedades democráticas ha sido asaltada por el fundamentalismo talibán y su promesa de un mundo perfecto, absoluto y dogmáticamente estable. Aunque los paralelismos históricos suelen ser tramposos, y casi siempre secretamente interesados, pocas sociedades europeas disponen de una experiencia histórica reciente más apta que la española para comprender la magnitud de la tragedia que ha regresado a Afganistán en forma de pesadilla resucitada.

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La victoria franquista abortó en 1939 la promesa civil y democratizadora de la Segunda República tras una guerra concebida como dique de contención contra el progreso efectivo de una sociedad renovada, inestable, imprevisible y casi inimaginable: estaba naciendo lentamente un nuevo país. La ley del miedo se impuso tras la guerra como terror de Estado contra los derrotados y el exilio se convirtió en la opción urgente y amarga para muchos de ellos: unos con el fin de salvar, lisa y llanamente, la vida; otros, con el fin de garantizar las condiciones de existencia que el terror franquista exterminó con saña y sin paliativos.

Hoy Afganistán está inmersa en una situación relativamente parecida a la que sufrió la sociedad española que había impulsado los avances democráticos de la Segunda República y, muy en particular, el avance en los derechos civiles de la mujer. Es particularmente lacerante el drama que se abate hoy sobre la mujer afgana dispuesta a ejercer esos derechos: habían empezado a creer en la posibilidad de ser ciudadanas de pleno derecho y van a dejar de serlo, o han dejado de serlo ya, sea cual sea la magnitud de la represión esgrimida, sea cual sea la fuerza de los comandos dispuestos a tapar anuncios o a denunciar prácticas contrarias a la ley religiosa. Sabemos de qué va, o hemos leído, escrito, llorado sobre el mismo asunto muchas, muchas veces, cuando las abuelas, las madres, las amigas, las maestras nos han contado la experiencia aniquilante de la negación de la dignidad fundamental del ser humano. Porque eso fue el nacionalcatolicismo español: una ideología totalizadora que condicionó de forma invasiva, asfixiante y coercitiva a una sociedad entera. Pero con quien se cebó sin tasa y rencorosamente ese programa de reeducación social y civil fue con la mujer, capitidisminuida, encogida. El objetivo bendecido por la jerarquía católica de ese programa fue abortar de raíz cualquier posible vía emancipadora de la mujer: su subalternidad, su condición auxiliar y funcional no tenían duda alguna, como no la tiene hoy mismo en amplísimos predios de la cultura católica y de algunas de sus sectas más retrógadas, como el Opus Dei.

Con todas las distancias de situación y sociedad, hoy una suerte de parecido fundamentalismo antidemocrático se abate sobre un segmento significativo, joven y potente de la sociedad afgana, sin perjuicio de que otros sectores, incluidas muchas mujeres, se identifiquen con el régimen talibán. La rapidez de las últimas acciones militares deja en un desvalimiento extremo a las mujeres y a otros colectivos vulnerables relacionados con las prácticas sexuales, el deseo y el desarrollo íntimo: son muchos (muchas) hoy quienes saben que han perdido de un día para otro todo lo ganado en los últimos años sin atisbo de euforia alguna. Pere Vilanova recordaba hace unos días en este periódico las condiciones materiales en las que ha sobrevivido el país y, contra la impresión que muchos podíamos tener, su afirmación es categórica: “Afganistán está inmerso en un gran desastre humanitario desde hace cuatro décadas”.

La historia reciente de España compromete casi de forma afectiva a nuestro país en el alcance, potencia y determinación de las medidas destinadas al auxilio de esa población asediada. Siguen muy vivos aun en la memoria colectiva los destrozos contra la dignidad de la mujer que ejerció el nacionalcatolicismo franquista, como hoy lo ejerce en Afganistán el fundamentalismo talibán y su ristra de castigos físicos, de violencia extrema e inasumibles para una conciencia democrática. Es verdad que el Gobierno español ya ha enviado dos aviones para rescatar a unas 600 personas de la posible deriva vengativa del régimen talibán, pero es verdad también que su capacidad de maniobra debería ser mucho mayor en circunstancias como las que se avecinan allí.

Nadie tiene solución alguna a corto ni medio plazo para la catastrófica situación que ha vivido Afganistán en el último medio siglo, pero la activación de un corredor humanitario en favor de las mujeres y otras minorías vulnerables podría funcionar como paliativo de emergencia extrema. Ante la abrupta ruptura del proceso vivido en los últimos años, es menos preocupante el “flujo migratorio” que inquieta al presidente Macron que favorecer la migración de quienes la necesitan con toda urgencia. Hoy España puede liderar o promover o activar o propiciar una acción enérgica, decidida y frontal que impida la frenada en seco que van a vivir las mujeres en aquel país, junto a los colectivos más desafectos a la moral represiva y antilustrada de los talibanes. Sin restar valor a las declaraciones de las nuevas autoridades y sin menospreciar la voluntad de establecer relaciones más o menos cordiales con la comunidad internacional, el retroceso de las libertades va a ser una realidad palpable, inmediata y desesperante. Quizá un buen mecanismo para captar la intensidad del drama consista, entre nosostros, en evocar los recuerdos, las vivencias, la frustración y la impotencia que nuestras mujeres mayores nos han contado en casa, en la radio, en el cine, en libros, en memorias. El franquismo no tiene nada que ver con el régimen de los talibanes, por supuesto, pero la amputación del futuro de las jóvenes universitarias, se pinten o no se pinten las uñas, tiene forma de burka obligatorio, como obligatorio fue no hace tantos años que saliesen de casa acompañadas por un hombre o como obligatorio fue que la escolarización de las niñas se mantuviese solo de manera clandestina y muy valiente.

Por la proximidad de ese pasado obscenamente antimoderno, la sociedad española puede sentir más suya o más próxima la tragedia que espera a la mitad de la población, o cuando menos a los sectores menos atrapados en la red de la costumbre y la tradición religiosa. Nuestro Gobierno puede y quizá debe empujar en esa dirección para activar a escala europea acciones concretas y peso político capaz de proteger a refugiadas insumisas al orden talibán, como insumisas fueron al orden nacionalcatólico María Zambrano, Rosa Chacel o Zenobia Camprubí.

Su destino habrá de ser el exilio forzoso, sin duda, pero esa fue la medida paliativa que encontraron las tres contra un régimen intransigente e intolerante. Lázaro Cárdenas ofreció México como lugar de destino de los derrotados republicanos y hoy España puede promover o liderar alguna forma potente de acción humanitaria y rápida. La abstención calculadora, la inhibición relativizadora o la ayuda testimonial serían respuestas insuficientes en esta situación y podrían llegar a descargar sobre la conciencia democrática española una culpa doble: la de no acudir en defensa de la mujer que aspira a serlo en plenitud y la de regatear a la baja el drama que vivió la mujer española sometida a la ley nacionalcatólica.


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