Un pequeño pueblo castellanomanchego consigue reabrir su escuela casi 50 años después

El alcalde de Fuentenava de Jábaga, un pequeño pueblo manchego de menos de 300 habitantes, no cree en la España vaciada. José Luis Chamón (socialista de 65 años) sostiene que lo que hay es una España “desaprovechada”. En los últimos dos años su energía se ha volcado en conseguir la reapertura del único colegio que daba cobertura a cinco núcleos rurales de la zona y que en 1972 cerró. Tenía entonces 20 alumnos. “En ese momento imperaba la política centralista, los pueblos no importaban. Ese cierre fue dramático y ha traído semillas de desarraigo familiar. Cuánto tiempo perdido, cuánto atraso”, lamenta. Este septiembre, 49 años después, la escuela ha vuelto a abrir sus puertas.

El presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page (PSOE), aprobó una orden en 2018 para permitir a los ayuntamientos abrir escuelas a partir de cuatro alumnos. Mientras fue presidenta María Dolores de Cospedal (PP) ―entre 2011 y 2015―, los colegios con menos de 11 alumnos se cerraban. Cerca de 64 escuelas rurales se vieron afectadas. “Un total de 75 localidades de Castilla-La Mancha que hoy disponen de escuela no la tendrían con aquella normativa, porque tienen menos de 11 alumnos”, señalan fuentes de la Consejería de Educación manchega. Este curso, hay 78 Colegios Rurales Agrupados en la región, que son centros que comparten a los maestros de Música, Educación Física e Inglés. Esos docentes contarán desde este curso con un complemento salarial en función de los kilómetros que deben recorrer cada día para atender a las diferentes escuelas, un reconocimiento en especie eliminado por el anterior Gobierno regional en 2012.

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La primera vez que un maestro pisó la escuela de Fuentenava de Jábaga fue en 1877. Había 46 alumnos, dicen los registros. El colegio siguió funcionando casi un siglo, hasta 1972. Es el último lunes de septiembre y María Chumillas, maestra de 29 años del bautizado como colegio Elena Fortún, está nerviosa por el reto que tiene por delante: devolver a la gente joven la confianza de llevar a sus hijos a la escuela del pueblo. “Si conseguimos un alumno más (11), ya podríamos tener dos aulas: una de infantil y otra de primaria”. Mientras habla, un grupo de estudiantes de entre tres y cinco años juega con instrumentos de cocina de plástico y otro de hasta 11 descifra los autores de algunas canciones de música clásica en la pizarra interactiva. “Tienen intereses diferentes, pero se cuidan, es importante ese aprendizaje”, dice.

No hay investigaciones concluyentes sobre los efectos de la mezcla de edades en el aula. Roser Boix, decana de la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona, explicó en un artículo publicado en este periódico que no se han realizado proyectos rigurosos al respecto. La también experta en escuela rural defiende que esa fusión favorece un aprendizaje más activo y participativo, al reducir el uso de la clase magistral. “Cuando el mayor explica al pequeño, desarrolla habilidades metacognitivas”, afirma. Aprende a comunicar y a que su mensaje llegue.

Como al resto de graduados en Magisterio, a María no le enseñaron en la facultad qué pedagogías emplear en escuelas unitarias. “Todo depende de cómo te organices, es cuestión de prueba y error. Yo suelo empezar explicando la lección a los más mayores que durante el resto de la sesión pueden trabajar de manera más autónoma”, explica. Luego se dedica a los más pequeños.

El colegio dará cobertura a cuatro núcleos rurales más: Sotoca (seis habitantes), Villar del Saz de Navalón (15), Navalón (32), Fuentesclaras (18) y Señorío del Pinar (200). En el curso 2018-2019, España contaba con 718 Centros Rurales Agrupados (una caída del 11, 6% respecto al curso 2013-2014) en 2.154 localidades y 72.427 estudiantes (un 9,4% menos que en 2013, cuando había 66.223 alumnos).

Sofía Jiménez, junto a su marido, Antonio, y sus hijos mellizos, Blanca y Carlos.
Sofía Jiménez, junto a su marido, Antonio, y sus hijos mellizos, Blanca y Carlos.INMA FLORES / EL PAIS

Sofía Jiménez (40 años), enfermera de la UCI del Hospital de Cuenca, está feliz de haber matriculado a sus mellizos, Blanca y Carlos ―de seis años―, en el Elena Fortún. Su marido, Antonio, tiene una empresa de cristalería y también trabaja en Cuenca, a 12 kilómetros de su casa. Hace 11 años que compraron una casa con jardín en Fuentenava de Jábaga, pero los primeros años de escuela tuvieron que llevar a sus hijos a un colegio de la capital. “El madrugón para que llegasen al autobús era considerable, ahora pueden dormir una hora más y bajamos a la escuela en bici”. Los dos están convencidos de los beneficios de que compartan clase con chavales de otras edades. “Hay una idea errónea de que pierden tiempo y aprenden menos, este año les vemos muy motivados y vienen con conceptos matemáticos que no corresponden con su edad”, opina Sofía.

Vivir en el pueblo “es un lujo”, añade mientras recoge la barra de pan de encima del buzón que por la mañana le dejó el panadero de un pueblo cercano. En su municipio no hay comercios de ningún tipo, hay un único bar que no resistió a la pandemia y tiene la persiana echada. En los próximos meses abrirá una pequeña biblioteca municipal. “Podemos conciliar gracias a los abuelos, ellos recogen a los niños a medio día y comen con ellos, si no, sería imposible con nuestros horarios”.

Algunas mujeres que ya superan los 70 años se acercan a curiosear las instalaciones de la nueva escuela. María del Pilar, de 72, tuvo que abandonar el pueblo cuando su hijo cumplió tres años y mudarse a Cuenca. “Yo no conducía, mi marido trabajaba todo el día y tuvimos que comprar una casa en Cuenca y dejar esto… Así es como se vacía un pueblo, las nuevas generaciones van a tener un privilegio que nosotros no tuvimos”.

La fórmula que las escuelas unitarias aplican por pura necesidad es similar a la que proponen centros privados elitistas como Montessori, que apuestan por mezclar niños de diferentes edades en grupos reducidos e implicar a las familias en la vida escolar. Durante el verano, las familias de los 10 alumnos del Elena Fortún participaron en la limpieza de las aulas y en el montaje del mobiliario.

María Marquina, junto a su familia, en el patio de su casa de Fuentenava de Jábaga.
María Marquina, junto a su familia, en el patio de su casa de Fuentenava de Jábaga.INMA FLORES / EL PAIS

A diferencia de lo que suele ocurrir en las grandes ciudades, otro de los lujos de los pueblos es que las familias viven muy cerca. María Marquina, arquitecta de 38 años, vive en una típica casa con patio interior; en la planta de abajo, su madre, y en la de arriba, ella, su marido y su hija Mía, de cuatro años. “He veraneado toda la vida en este pueblo, y hace 15 años nos mudamos y empezamos a tener aquí nuestro núcleo social”, relata. Mía fue el curso pasado a un colegio público de Cuenca y eran 21 alumnos en clase. “Ahora siento que está más atendida, que si tiene alguna dificultad se la van a detectar más rápido”.

El alcalde, José Luis Chamón, no se cansa de repetir que los habitantes de los pueblos pequeños tienen los mismos derechos que los de las grandes ciudades. Necesitan tener cerca un centro de salud, un colegio, una biblioteca o instalaciones deportivas. “Pagan sus impuestos igual que los demás, no son ciudadanos de segunda”, defiende.

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