‘Daño colateral’ | Golpes accidentales y otras cicatrices de la crianza

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Pocos padres lo confiesan en público, pero con los niños se cumple eso de quien bien te quiere te hará llorar. Y no porque den disgustos, sino porque sin quererlo te acaban hiriendo.

Hay cicatrices que cualquier guerrero puede exhibir después de sobrevivir a combates épicos, de esos que salvan el mundo en las pelis de Hollywood y en los cómics más apasionantes. Y luego están las cicatrices low-cost, las que tenemos todos los padres, por descuidos inconscientes de nuestros retoños.

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¿A quién no le han rasgado un ojo, cuál navaja de Un perro andaluz de Buñuel, las tiernas uñitas de su recién nacido? ¿A qué bebé no le ha dado por hacer un choque de cabezas inesperado con quien lo tiene en brazos? ¿A quién no han estado a punto de romperle la nariz uno de sus hijos cuando, después de fundirse en un abrazo tierno y emotivo, han decidido ponerse de pie impulsándose con la fuerza de Hulk hacia arriba y chocando contra una pobre napia inocente que no se olía el temible golpe? ¿A quién no le han enganchado varios dedos al cerrar la puerta cuando justamente iba a la habitación de sus hijos para avisarles de que tuvieran cuidado con la puerta y que no la cerraran con fuerza para que no se engancharan los dedos? ¿Quién no ha incrustado su tierna rodilla en el borde de la puerta de un armario dejada abierta a traición por esos torbellinos infantiles que todo lo abren y nada cierran?

Cada padre tiene sus anécdotas. Mi récord: jugando con una cuchara, la niña activó un sistema de poleas imposible que no lo monta ni el M.A. de El equipo A y un cuchillo acabó volando de un plato hasta clavarse en mi pie (porque yo casualmente iba descalzo y despreocupado).

En momentos así, todo progenitor se debate entre el Homer Simpson que ahogaría con rabia a Bart y la Marge Simpson que se calmaría y vería que es un accidente fortuito, provocado por un menor que no tiene idea del peligro.

Como muchos de vosotros, confieso sin orgullo que he estado en los dos bandos, sobre todo cuando, mientras jugamos, mi hija me acaba dando un codazo en el ojo. Si eso está prohibido hasta en la lucha libre, imaginad si te lo hacen por sorpresa. Cuando el grito sale espontáneo y rabioso, la pobre se asusta y llora, así que el trauma familiar es doble. Y solo falta en ese momento la oportuna aparición de la pareja, que como el típico árbitro de la WWF no ha visto nunca nada, y encima te tienes que oír eso de por qué le gritas, que es pequeña.

Así que no estáis solos. Aspiremos a la tranquilidad zen aunque tengamos la córnea colgando y el hueso saliendo de la pierna. Porque si algún día tenemos que enfrentarnos a alguien en una pelea de verdad, estaremos curtidos y encima conoceremos los golpes más letales.

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