El milagro se llama Herbert Blomstedt

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Herbert Blomstedt dirige a la Filarmónica de Viena la Cuarta Sinfonía de Anton Bruckner.
Herbert Blomstedt dirige a la Filarmónica de Viena la Cuarta Sinfonía de Anton Bruckner.Manuela Jans/Festival de Lucerna

La dirección de orquesta no es profesión para jóvenes. Es un oficio que se aprende fundamentalmente sobre el podio, acumulando experiencia concierto tras concierto, ahondando en la compleja psicología de un colectivo humano difícil como pocos, descubriendo ángulos nuevos en partituras estudiadas e interpretadas decenas de veces, buscando nuevos modos de resolver la ecuación entre el fin y los medios, o profundizando en los misterios de la interpretación musical. En ello lleva Herbert Blomstedt, de padres suecos pero nacido en Estados Unidos en 1927, desde hace al menos siete décadas y, según confesión propia, sigue aprendiendo. Ha sido director titular de las mejores orquestas escandinavas (Oslo, Radios Danesa y Sueca), las dos alemanas más antiguas (Gewandhaus de Leipzig y Staatskapelle de Dresde) y una de las señeras estadounidenses (San Francisco). Ahora no tiene vínculo permanente con ninguna, pero es requerido por las mejores, que se disputan el privilegio de poder beneficiarse de la sabiduría de este hombre afable al que parecen cuadrarle como a pocos los versos de Machado y que, “más que un hombre al uso que sabe su doctrina”, tiene todos los visos de ser “en el buen sentido de la palabra, bueno”.

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Profundamente religioso (de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, de la que su padre era pastor), vegetariano, sinceramente modesto y humilde en una profesión pródiga en egos desaforados e incontrolables, Blomstedt escapa por completo al retrato robot del director de orquesta al uso, casi por definición autoritario, cuando no déspota, pagado de sí mismo y encandilado con las ocurrencias propias. De sus labios salen siempre, en cambio, frases de un cariz muy diferente, como las que dejó aquí el año pasado cuando, por primera vez en su carrera, se puso al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna: “Un director no es más que un oyente”; “Hacemos música no solo con las manos, no únicamente con los labios y con el aliento, sino, por encima de todo, con los oídos”; “Cuanto mayor soy, más fascinantes me parecen los seres humanos de la orquesta. No considero a los músicos como un medio para conseguir un fin, sino que me atrae observarlos y comprenderlos como seres humanos. Habría que tratarlos un poco como ángeles. Son mensajeros de algo divino”; “Yo no pongo muecas, pero la música se refleja en todo mi cuerpo y especialmente en los ojos y en la cara, porque provoca procesos mentales muy intensos”; “El director no debería tener un aspecto vanidoso. Eso es algo que odio y que no tiene nada que ver con la música”; “Dudar de uno mismo es bueno y esas dudas me acompañan siempre. En el arte, un exceso de seguridad resulta mortal”.

Herbert Blomstedt, con un gesto muy característico, dirige la Cuarta Sinfonía de Anton Bruckner. Obsérvese la partitura de bolsillo, sin abrir, sobre el atril del director.
Herbert Blomstedt, con un gesto muy característico, dirige la Cuarta Sinfonía de Anton Bruckner. Obsérvese la partitura de bolsillo, sin abrir, sobre el atril del director.Manuela Jans/Festival de Lucerna

El rostro de Blomstedt, cuando empezó a dirigir la Cuarta Sinfonía de Bruckner el pasado viernes en el KKL de Lucerna, era la viva imagen de la felicidad, del éxtasis físico y espiritual, del deslumbramiento provocado por los sonidos que eran capaces de crear los seres humanos –o angélicos– que tenía a su alrededor siguiendo fielmente sus sugerencias, ya que no instrucciones. Si su rostro irradia bondad, sus manos parecen pedir todo por favor.

La Filarmónica de Viena estrenó esta obra en 1881 y lleva tocándola ininterrumpidamente desde entonces, con los mejores directores, de Hans Richter a Karl Böhm, de Wilhelm Furtwängler a Claudio Abbado. Herbert Blomstedt dirigió por primera vez a la centenaria agrupación austríaca en 2011, con 83 años, pero este insólito debut tan tardío tuvo una feliz continuación, ya que tan solo ocho años después la orquesta lo nombró Miembro de Honor, un privilegio reservado únicamente a los elegidos. Aunque no lo haya declarado explícitamente, es seguro que el director sueco piensa que sus instrumentistas saben más de su conciudadano Bruckner, y de cómo interpretarlo y entenderlo, que él mismo. Quizá por ello es fácil percibir una constante interacción entre ambos, una reacción biunívoca ante lo que hacen uno y otra en la que las dos partes aportan, reciben y se benefician por igual.

Blomstedt, que conserva su físico espigado y su porte aristocrático, llega al podio a paso ligero, con asombrosa agilidad y determinación, y durante la hora larga que dura la Cuarta de Bruckner dirige de pie, de memoria y, como es habitual en él desde hace algunos años, sin batuta. En su atril, como una presencia meramente simbólica, se halla depositada una partitura de bolsillo de la obra, que ni siquiera llega a abrir. Apenas mueve los pies del suelo, o nada en absoluto durante todo un movimiento, y son sus brazos los que realizan el trabajo más visible, ya que sus ojos quedan al otro lado del público. Desde que los apenas audibles trémolos iniciales de la cuerda inician “el desvelamiento de un ámbito oculto”, que es como Edward Lippman definió esta manera tan característica de Bruckner de comenzar a erigir sus edificios sinfónicos, Blomstedt empieza a dar forma a ese mundo inequívocamente romántico (el adjetivo lo puso, por una vez, el propio compositor) sin aspavientos, concentrando la actividad en el brazo derecho, que marca y gradúa a la vez, y reservando el izquierdo para aquilatar o corregir en momentos muy puntuales. Crea espacio y sus músicos lo habitan o, con una metáfora que podría describir gráficamente el proceso, dibuja a lápiz los perfiles y ellos colorean el interior con su riquísima paleta de colores y con pinceladas que pueden ser muy leves o secas y rotundas, con todas las gradaciones intermedias.

El Bruckner que nos propone el director sueco es, a su imagen y semejanza, humano y cercano, desprovisto de toda metafísica o ampulosidad y con las dosis justas del misterio que inevitablemente se requiere para recrear un bosque romántico que va cobrando forma orgánicamente, como si se tratara de un ser vivo que crece y se desarrolla por sí solo, sin manipulaciones externas. El arranque no es en absoluto lento, ni tampoco trascendente, y el trompista Manuel Huber atina sin temblarle el pulso ni el aliento en todas sus arriesgadísimas intervenciones en solitario. A partir de ahí la música avanza sin que se perciba una sola costura o la más mínima brusquedad y es solo la mayor o menor amplitud de los gestos que Blomstedt dibuja en el aire lo que gradúa el volumen sonoro o el grado de tensión.

El posterior Andante es intimista, fluido, transparente. Las violas desgranan su extenso solo como si se tratara de las cuentas de un collar, nota a nota, siempre engarzadas, en un legato terso e inacabable, sobre los pizzicati del resto de la cuerda. Repetirán melodía en solitario en el cuarto movimiento y al final, durante los aplausos, Blomstedt tendrá la deferencia de levantar a la sección al completo para que reciban en exclusiva del público el merecido premio. Tras una prodigiosa preparación, la coda desata la caja de los truenos, precedidos del característico Steigerung bruckneriano, aunque las manos de Blomstedt buscan, y consiguen, el equilibrio y empaste perfectos entre cuerda y viento. El Scherzo es descriptivo, como demanda la música, suave y oscilante en la sección del Trío, evitando en todo momento cargar las tintas de la cacería imaginada por Bruckner. Y la sinfonía se cierra sobre sí misma con la referencia final al comienzo y con el director ampliando su gesto hasta demandar la máxima potencia en el clímax con los brazos abiertos en cruz por primera vez. Tras el acorde final, la mano derecha de Blomstedt se mantiene elevada un buen rato, como si reclamara el largo silencio que se necesita para que coja un mínimo poso lo escuchado durante los setenta minutos precedentes.

Herbert Blomstedt agradece los aplausos del público tras su interpretación de la Cuarta Sinfonía de Bruckner en el KKL de Lucerna.
Herbert Blomstedt agradece los aplausos del público tras su interpretación de la Cuarta Sinfonía de Bruckner en el KKL de Lucerna.Manuela Jans/Festival de Lucerna

Blomstedt llega a Bruckner no por la senda de Wagner (como Hans Knappertsbusch o Christian Thielemann, por ejemplo), sino por la del Barroco y los clásicos vieneses. El primero lo estudió, junto a la música renacentista, no muy lejos de aquí, en la Schola Cantorum de Basilea. Los segundos constituyen el puntal de su repertorio: Mozart, Beethoven, Schubert y Brahms conforman gran parte de su territorio natural, por lo que no es extraño que en su segundo concierto del viernes eligiera sendas sinfonías de los dos últimos. Schubert anticipa a Bruckner en muchos sentidos (armónicos y formales, como las relaciones de tercera y los planteamientos temáticos ternarios) y Brahms fue su exacto coetáneo y su principal contraparte, aunque la rivalidad entre ambos fue fruto más del empeño y el encono de sus adláteres que de una auténtica animosidad personal. Por otro lado, la elección no podía ser más acertada: Brahms participó en la edición de la Séptima Sinfonía de Schubert, la conocida como “Incompleta” al quedar aparentemente truncada tras la conclusión de los dos primeros movimientos. La Cuarta Sinfonía del hamburgués comparte también con ella el modo menor, aunque ambas se hermanan simbólicamente gracias al Mi mayor de sus movimientos lentos.

Si los gestos de Blomstedt habían sido espartanos en Bruckner, aquí se volvieron aún más concisos, más esenciales, primero para exponer el drama larvado de una obra en la que Schubert empieza a asomarse a los precipicios que frecuentaría cada vez más en sus últimos años. El director sueco pone el énfasis en el elemento dialogado de esta música: la cuerda conversando con el viento, secciones de la cuerda respondiéndose una a otra. La música suena quejumbrosa, pero no desesperada, con la tensión acumulada y mantenida en la medida justa en cada nueva punzada de dolor hasta llegar al desnudo desenlace de los cuatro acordes finales, cuya intensidad y duración gradúa minuciosamente Blomstedt con su gesto. En el Andante con moto posterior, convertido en final imprevisto de la sinfonía, los momentos de mayor desazón vuelven a ser contenidos, en la línea del Bruckner del día anterior, con el director concentrado a menudo más en los motivos secundarios que en los principales, en los que deja a sus músicos expresarse con gran libertad.

Herbert Blomstedt durante la interpretación, en la tarde del viernes, de la Sinfonía 'Incompleta' de Schubert.
Herbert Blomstedt durante la interpretación, en la tarde del viernes, de la Sinfonía ‘Incompleta’ de Schubert.Peter Fischli/Festival de Lucerna

A pesar de tanta excelencia acumulada hasta entonces, fue en la Cuarta Sinfonía de Brahms donde la simbiosis entre los instrumentistas y su mente rectora (mejor que director), entre el innato conocimiento del estilo de los vieneses y la sabiduría que dimana de cada pequeña indicación de Blomstedt, alcanzó el punto más alto de ambos conciertos. La obra es un claro ejemplo de música otoñal, casi de despedida, que se cierra con el gesto nostálgico de mirar al pasado y buscar en él inspiración con esa passacaglia que homenajea indisimuladamente a Bach, idolatrado por igual por Brahms y por el director sueco. La reciente publicación de la Cantata BWV 150 (una composición juvenil de Bach aún inédita hasta entonces, y estamos hablando de 1884, nada menos) fue el desencadenante directo de uno de los finales sinfónicos más extraordinarios del siglo XIX. Antes de llegar a él, Blomstedt, con su característica sobriedad, se sumergió en la melancolía de tintes anhelantes del primer movimiento, en el que, en un momento dado, el director fue bajando lentamente las manos desde la altura de los hombros hasta detenerse en la cadera, y ese descenso progresivo tuvo una traducción milimétrica en el gradual diminuendo de la orquesta.

El segundo movimiento fue cálido e intenso a la vez, trazando claros puentes con el Andante anterior de Schubert, y contrastando con los perfiles angulosos del tercer movimiento, tan admirado por Arnold Schönberg. En el final se sucedieron las maravillas, desde el coral del viento exponiendo el cimiento inamovible de todo el Allegro energico e passionato, hasta el solo de flauta, tocado extraordinariamente por Karl-Heinz Schütz, o la variación confiada a los trombones. Blomstedt no cayó en la trampa de ralentizar la coda final, que, casi al contrario, pareció revestirse de un brío adicional. El sueco se identifica claramente con esta música, con su aire de falsa despedida (Brahms aún viviría doce años más después de componerla, refugiado en el piano, la música de cámara, la canción y, en el adiós definitivo, el órgano), con su naturaleza mixta, a la par moderna y arcaizante, con su melodismo sencillo pero llamado a dejar un poso indeleble, con su mensaje cifrado de fin de una época.

Herbert Blomstedt aplaude a los músicos de la Filarmónica de Viena al finalizar su concierto del viernes en el KKL de Lucerna.
Herbert Blomstedt aplaude a los músicos de la Filarmónica de Viena al finalizar su concierto del viernes en el KKL de Lucerna.Peter Fischli/Festival de Lucerna

Las mil personas que ocupaban la sala de conciertos del KKL (el máximo permitido por la actual legislación suiza, que es poco más de la mitad del aforo) aplaudieron sin cesar y puestas en pie al viejo maestro, que hizo de Lucerna su hogar en 1984. Al contrario que el día anterior, el viernes sí que ofreció una pieza fuera de programa: el Vals del emperador de Johann Strauss. Si ya había dejado un amplio margen de libertad a la orquesta en las sinfonías de Bruckner, Schubert y Brahms, aquí fue él quien casi se dejó llevar por ellos, capaces de tocar esta música con los ojos cerrados y, apurando la imagen, con las manos atadas. En la última salida a escena, la orquesta rehusó levantarse para dejar que el director fuera el destinatario único de todos los aplausos, incluidos los de los propios músicos, que patalearon unánimemente el suelo para mostrar sonora y visualmente su admiración por un hombre al que miran embelesados. Él lo agradeció con su humildad de siempre y, a pesar del entusiasmo reinante, en el escenario y fuera de él, nadie parecía más feliz que él mismo, que no dejaba entrever ningún signo aparente de fatiga. Tiene ―hay que volver a recordarlo― 94 años. Bernard Haitink entonó su adiós definitivo como director hace dos años, en este mismo escenario, con idéntica orquesta y también con una sinfonía de Bruckner (la Séptima). Pero su colega sigue adelante con las fuerzas aparentemente intactas. El sábado, como prescribe la fe que profesa, no trabajará. Pero el domingo volverá a ponerse al frente de la Filarmónica de Viena en el Rudolfinum de Praga. Herbert Blomstedt, un corredor de fondo, no fue un niño prodigio, pero al final de su vida se ha convertido, sin duda, en un anciano prodigioso.


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