El Palo, cuna del espeto

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El Palo es un homenaje a otra vida. Una isla en el océano del turismo de masas al que Málaga parece haber vendido su alma. Este barrio de origen marinero al este de la ciudad andaluza ofrece estampas de otros tiempos, imágenes que podrían parecer postales de colores vintage o fotogramas perdidos en carretes de Super 8. No tiene beach clubs, hoteles o franquicias. Ni siquiera aparcamiento. Pero ahí siguen los niños buscando cangrejos en los espigones, las jábegas de ojos fenicios surcando el mar, los merenderos con aroma a sardinas o la carbonería, con un siglo de historia, que sigue surtiendo de leña y carbón vegetal a sus vecinos. El lujo escasea, sí, pero la historia permanece viva en las casitas de pescadores, los vinos de sus bodegas Quitapenas, el aroma a jazmín de las biznagas. Y en el sentimiento común de admiración por la Virgen del Carmen, que junto a la playa es principio y fin de una barriada originalmente habitada por unos adoradores del sol que llegaron antes que los fenicios.

Es El Palo una zona que se mueve entre áreas humildes y de gran poder adquisitivo, emparentadas por coloridas plumarias y un agradable olor a mar que flota en todas partes. Sus habitantes se encuentran en los mismos lugares, ya sea desayunando tostadas de zurrapa paleña en El Roper (Escultor Paco Palma, 1) y churros en El Sauce (Escultor Marín Higuero, 3) o paseando por un mercadillo que cada mañana de sábado ofrece pareos con mandalas a cinco euros, vaqueros a tres, camisetas a dos, todo algodón. En su núcleo, la plaza de Pepe Almoguera, huele a aceituna aloreña y los aguacates se venden en carrillos de obra. Los paseantes revolotean entre telas como en una ensayada coreografía. “50 mascarillas a dos euros”, grita alguien para volver al siglo XXI.

Antiguamente todos se conocían, pero también hoy se sabe que Reduan tiene una frutería, Ángela otra, que Juan corta con delicadeza los embutidos en su negocio El Tejar o que una simpática familia china ha relevado a los propietarios jubilados de la ferretería Miguelito. En el mercado municipal los nombres también son públicos. Como el de Antonio, que domina todos los cortes de la carne, o Carlos, que ejerce de cuarta generación de una familia de pescaderos que inició su bisabuelo Frasquito El Traganúo, quien pescaba en jábega cuando este era un lugar de huertas, humildes casitas y los turistas se contaban con los dedos de una mano. Su distancia hasta el casco histórico de Málaga —seis kilómetros— hizo que en el siglo XIX la zona quisiera independizarse en varias ocasiones. No lo consiguieron, pero hoy sus gentes siguen “bajando a Málaga” cuando cruzan el cauce seco del arroyo Jaboneros para viajar al centro de la ciudad.

Sardinas y dominó

El faro del barrio es la playa. Es ahí donde, como dice el rapero local Elphomega, todo empieza con espeto y cerveza. Una refrescante caña apetece a cualquier hora en La Casita, situada en el número 3 de la calle Quitapenas. El tiempo se paró hace años en su terraza, con vistas al mar, punto de reunión de vecinos y turistas que se mudan a dos sombreados patios del establecimiento cuando el terral no deja respirar. A media mañana, los chiringuitos El Zagal, Gabi y Los Marengos, en la misma calle, o Manuel de la Lonja (Banda del Mar, 19) despliegan mesas y sillas de plástico sobre el paseo marítimo. Las brasas de olivo arden sobre las barcas varadas y los espeteros ensartan con eficaz delicadeza las sardinas en las cañas, que para algo los espetos se inventaron aquí. A la sombra, los mayores estrellan sus fichas de dominó en las mesas y apuntan sus puntuaciones en una libreta de Fanta junto al altar popular de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, quienes la pasean por el mar cada 16 de julio. A un paso está la plaza del Niño de las Moras, quien cantaba aquello de “Asomarse a los balcones / mujeres guapas y hermosas / y veréis vender moras / moras, mauras, las moras”.

Sardinas, conchas finas, manojitos de boquerones, salmonetes, el surtido marítimo de cada chiringuito es tan variado como clásico. En El Palo manda la tradición. Hasta en los camperos del Maruchi o en el vocerío de los camareros de El Tintero. Un poco más adentro, superando la avenida de Salvador Allende, el abanico se abre. El marisco de la Freiduría Salvador y Lucas, los arroces de Primitivo, el pescado de Juanito Juan, los fideos tostados de GallarVi, el poké de Ohana, el tapeo del Zurich y el Tobalo’s, la hamburguesa de entraña del Viva María, las raciones de rubios o tapaculos fritos del bar El Maestro. La referencia gastronómica la marca La Revuelta (avenida de Pío Baroja, 20), con Marta Ruiloba en sala y Arnault Scheidhauer, chef francés de acento paleño, en los fogones. Aquí el pescado se mima, el menú cambia periódicamente y cada día hay originales platos fuera de carta nacidos de una cocina “siempre viva”, como explica Scheidhauer. De postre, la heladería Santa Gema ofrece decenas de combinaciones desde 1976.

El verano llena de visitantes y locales las pequeñas calas de las playas de El Palo, pero el otoño malagueño también invita a disfrutarlas. Se pueden recorrer desde el mar, a bordo de las nuevas tablas de paddle surf que alquilan Ellen y Dino en su negocio Kayak & Bike. También ofrecen travesías náuticas o la práctica de yoga flotando sobre el Mediterráneo con vistas a las tetas de Málaga, las dos cumbres del monte San Antón, territorio del camaleón. Al caer el sol, ocasionales manadas de delfines hacen cabriolas junto a las boyas y en la orilla los rezagados suspiran por la eternidad entre bolsas de pipas. A esas horas, sobre las aceras del paseo marítimo, las familias sacan la casa por la ventana para cenar al fresco viendo la tele. Luego cae el silencio y solo las luces de las barcas de pescadores brillan sobre el mar. Hasta que, al amanecer, la vida arranca de nuevo en El Palo.

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