Los toreros están locos

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Los toreros están locos, sin duda, pero no el sentido que entiende el resto de los mortales. Quienes se visten de luces están contagiados por un virus para el que no existe vacuna: la vocación de torero, ese misterio insondable e incomprensible de jugarse la vida para alcanzar la gloria.

Javier Cortés (Madrid, 1989) sufrió una “cornada en el glúteo derecho con una trayectoria hacia abajo y con afectación del esfínter anal, de pronóstico grave” al entrar a matar a su primer toro este viernes pasado en la plaza de Linares.

Pasó la noche en un hospital; se levantó de la cama por la mañana, comprobó que podía mover los brazos y las piernas, y, en contra del criterio de los médicos, subió a la furgoneta, se acostó boca abajo y enfiló el camino hacia Madrid.

Sobre las doce de la mañana del sábado, el propio torero emitía una nota en que anunciaba su decisión de hacer el paseíllo en Alcalá de Henares, “siendo consciente de la responsabilidad que esto conlleva y respetando al máximo al público que pasa por taquilla”, decía.

Y a las ocho de la tarde ya estaba en el patio de cuadrillas vestido de luces, como si tal cosa, y así hizo el paseíllo, sonriente y decidido a superar el difícil examen al que él mismo se había presentado.

El público lo recibió con una sentida ovación, que Cortés agradeció desde el tercio, sus compañeros le brindaron uno de sus toros, y el torero hizo el esfuerzo necesario para que no se notara que la procesión iba por dentro, aunque durante la lidia del tercer toro acudió a la enfermería para recibir los calmantes que amortiguaran el dolor de las heridas aún frescas.

Una locura, una temeridad o un arrojo insuperable…; una pasión ilimitada, quizá, reservada para unos pocos.

Pero no acaba ahí la odisea. Hoy, domingo, está anunciado en la plaza de Colmenar, y anoche ya adelantó que estará en la localidad madrileña

Linares, Alcalá de Henares, Colmenar Viejo… tres corrida continuadas, el sueño de cualquier torero, y que Javier Cortés no hacía realidad desde hacía años. Estaba claro que una cornada no iba a romper esa felicidad tan añorada, tan deseada y tan alejada de la trayectoria taurina de este hombre.

Finalizados los aplausos y tras el abrazo de los brindis, Cortés se olvidó de la sensiblería y se dispuso a torear. Y lo hizo muy bien ante dos nobles toros de Victorino Martín que no se entregaron con la casta y la codicia suficientes para que la decisión del torero acabara en un triunfo incontestable.

Bien colocado, hilvanó con soltura los derechazos ante su primero, al que recibió con unas airosas verónicas, y destacó, después, en una excelente media en un quite. Pronto se paró el quinto, al que también muleteó con hondura, y falló estrepitosamente con la espada.

Y no se le notó que el día anterior había recibido una soberana paliza de un toro de Ana Romero, que no abandonó la presa antes que le hundió un pitón en el glúteo derecho.

Sus compañeros también estuvieron por encima de las circunstancias planteadas por los toros cinqueños de Victorino, muy bien presentados y astifinos, que hicieron una irregular pelea en varas, y llegaron al tercio final con esa nobleza descastada que impide una labor torera compacta y sentida.

Torerísimo otra vez Rafaelillo con el toro más complicado del encierro, el primero, ante el que destacó un admirable oficio para superar sin grandes apuros la dificultad extrema del animal. Le robó muletazos muy estimables al cuarto, con el que se lució a la verónica, pero el toro se aplomó pronto.

Risueño, valiente y muy asentado se mostró Román. Trazó hermosos naturales en su primero, y se esforzó ante el muy astifino sexto, al que sometió en varas a un serio castigo de tres entradas y llegó sin vida al tercio final.

¿Locos? ¿Temerarios?, quizá… Enfermos del toro, sin duda.


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