Adolfo Arrieta: “Antes París era una fiesta, ahora es una ciudad francesa”

Adolfo Arrieta (Madrid, 74 años) llegó a París en el momento exacto, el de la revolución. Llevaba unos pocos días viviendo allí cuando estalló el Mayo del 68, que hoy recuerda como si fuera un sueño: “Fue algo totalmente irreal. Ibas a una librería y te regalaban los libros, ibas a un bar y te sacaban bebida gratis. Aquello solo sucedía en el Barrio Latino, y además duró muy poco. Pero mientras tanto parecía que el mundo se estaba transformando de verdad”. Para él operó otra transformación, un cambio de rumbo profesional. En París se alojaba en una minúscula habitación de hotel que compartía junto a su amigo Javier Grandes, y no le quedaba espacio para pintar, que había sido su primera vocación. Así que cambió definitivamente los pinceles por la cámara de cine, con la que ya había rodado en España un par de cortos protagonizados por Grandes.

Sería el inicio de una carrera que lo llevaría a trabajar con monstruos sagrados como Jean Marais, y a obtener la admiración y la amistad de Marguerite Duras. Pero que también supuso renuncias. Porque sus inicios como artista plástico fueron prometedores: poco antes había expuesto junto a otros pintores como su amigo Juan Giralt, y recuerda además que a la mítica galerista Juana Mordó le encantaron sus litografías. “Ella misma le vendió una a la Biblioteca del Congreso, en Washington”, afirma. Otra de la misma serie forma parte de la exposición que hasta el próximo 29 de mayo le dedica la galería madrileña Espacio Valverde, y que incluye tanto grabados como óleos sobre lienzo. Todos se realizaron entre 1963 y 1965. Los primeros son delicadas obras en blanco y negro donde puede rastrearse la influencia de Matisse o el primer Kandinsky, y los segundos, de rabioso colorido, denotan el interés que entonces tenía por los informalistas del grupo Cobra.

Convertido en cineasta underground estable (si eso es posible), comenzó a vivir de acuerdo a un programa: pasaba la primavera y el verano en Madrid y el otoño y el inverno en París. En París rodaba películas y en Madrid las montaba. En Madrid la vida era “gris” y en París se gestaba otra revolución de la que también fue testigo: la propulsada por el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR), movimiento político fundado en 1971 para combatir la homofobia derivada del sistema heteropatriarcal, ya proviniera de medios burgueses o izquierdistas. Algunas de sus películas de entonces, como Les intrigues de Sylvia Couski (1975) y Tam Tam (1976) reflejan una nueva sensibilidad a la que hoy nos referimos como fluidez de género. Pero Arrieta emplea otra terminología más concordante con aquella época al citar a las intelectuales transgénero y activistas Hélène Hazera y Maud Molyneux, cercanas al FHAR, que protagonizaron estos filmes. “Como ellas, mucha gente se hizo travesti de repente, y esta vez fue algo más espontáneo y menos político que lo del 68, como un estallido de la naturaleza. Un resplandecimiento… Pero aquello volvió a durar poco, y París se fue volviendo mucho más convencional. Antes París era una fiesta. Ahora es una ciudad francesa”, opina el director, que prefiere que lo llamen “Ado”.

Una de las obras de Adolfo Arrieta expuestas en Madrid hasta el 29 de mayo.
Una de las obras de Adolfo Arrieta expuestas en Madrid hasta el 29 de mayo.Elena Grimaldi

En Francia ha sido siempre un director relativamente minoritario pero reconocido por el establishment cultural. Es, por ejemplo, uno de los pocos autores españoles pre-Almodóvar a cuyas películas los Cahiers du Cinéma han dedicado atención con regularidad. Consiguió que una estrella como Marais protagonizara su primer corto francés, Le jouet criminel (1969) (“él estaba tan harto de hacer películas de espadachines que participó encantado”, recuerda), y en un festival de cine conoció a Duras, a la que, contradiciendo la imagen generalizada, recuerda como una mujer “tronchante, con un sentido cómico de la existencia”. La pareja de ella, Dionys Mascolo, también ha participado como actor en sus películas, y hoy sigue siendo amigo del hijo de ambos, Jean Mascolo, que lo aloja en su piso de la rue Saint-Benoît cuando visita París. Y sin embargo en España su obra rara vez se ha estrenado en salas comerciales, y apenas es conocido fuera de un mínimo gueto. “Excepto cuando pasaron Sylvia Couski en la Filmoteca y fue un escándalo total”, recuerda. “Me puse tan de moda que me pedían autógrafos y todo”.

El cliché erótico del bombero

Su verdadera cumbre comercial llegaría gracias a Flammes (1978), que había concebido inicialmente como un remake de su primer largo, Le château de Pointilly (1972), sobre la relación entre un padre, su hija y una institutriz, hasta que tuvo la idea de introducir un cuarto personaje, un bombero español (de nuevo, Javier Grandes) que irrumpía por la ventana del dormitorio de la joven. El cliché erótico conectó con un público más amplio, algo que para él mismo sigue resultando un misterio: “Cuando la veo me parece que ni la he dirigido yo”. Pese a este éxito, sus siguientes películas seguirían realizándose bajo condiciones financieras muy ajustadas, y no dispondría de cierta holgura de medios hasta Belle dormant (2016), un cuento de hadas donde contaba con actores populares como Mathieu Amalric y Niels Schneider y que parecía inspirada en el estilo visual de Cocteau o Jacques Demy, aunque en realidad la idea le había llegado ojeando una edición británica de La bella durmiente ilustrado por Arthur Rackham en los años 20.

“Pintar es mucho más relajado que el cine. El cine puede ser extenuante, y la pintura es mucho más ligera”

Ahora trabaja en dos películas. La primera es un mediometraje titulado El anorak rojo, que quiere rodar con medios muy sencillos, “con una sola cámara, y sin lámparas ni focos ni nada”. Y la segunda, una adaptación de La Celestina, un proyecto más costoso que ha tratado de poner en pie varias veces, tanto en Francia como en España. “Algo gafe debe de haber ahí, y a pesar de todo no puedo evitar seguir intentándolo. Me encanta el original, pero es como si Fernando de Rojas estuviera atemorizado cuando lo escribió, y por eso corrige sus propios atrevimientos con partes muy moralistas. Yo he quitado todas esas partes para dejar una historia libertina, a la italiana”. Y también musical, ya que su guion salpica la trama con varias canciones y números de baile.

Lo que no es un capricho sino que responde a una necesidad vital. De hecho, casi todo el tiempo en que no está hablando, Arrieta tararea alguna melodía. “Me gusta toda la música, no pongo ninguna por encima de las demás. La clásica, el pop y el rock. David Bowie, Bob Marley, Schubert y Gerswhin. Cuando me levanto por las mañanas me pongo Porgy and Bess. También toco el piano. Puedo tocar un poco de jazz”.

Su piano no cabía en el estudio de la calle Hortaleza en el que ahora vive, así que se lo regaló a su ahijado, el escritor Marcos Giralt Torrente (hijo de Juan Giralt), y él se conforma ahora con un pequeño teclado electrónico. Sin embargo, en una de las litografías que ahora expone en Espacio Valverde se le puede ver, en versión veinteañera, sentado ante un elegante piano negro. “Cuando veo estos trabajos que hice de joven pienso que me gustaría volver a pintar”, asegura. “Es mucho más relajado que el cine. El cine puede ser extenuante, y la pintura es mucho más ligera. Bueno, también puedo hacer las dos cosas. ¿No te parece?”.

Adolfo Arrieta. Espacio Valverde. Madrid. Hasta el 29 de mayo.

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